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Pasión por correo

Insignes enamorados han desnudado su alma en un papel con frases como quiero verte, reverte, tocarte...

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Todas las cartas de amor son ridículas. Lo asegura Fernando Pessoa con cruel rotundidad en uno de sus poemas, unas líneas antes de matizar la hiriente sentencia, salvando así a los románticos de la injuria y el sofoco: «Pero, al fin y al cabo, solo sé que las criaturas que nunca escribieron cartas de amor sí son ridículas». Siglos de correspondencia dan la razón al poeta, siglos de te quieros embutidos en paquete postal a cuya dulce ridiculez no pudieron sustraerse ni siquiera los grandes personajes de la historia. Ellos también engrosan la extensa lista de enamorados que desnudaron el alma delante de un papel para mostrar su humana debilidad con arrebatada pasión. Muchos aparecen en el libro ‘Los grandes hombres también hablan de amor’ (Emecé. 2010).

Qué otro sentimiento, salvo el pasional, podría haber arrodillado al gran Napoleón, emperador de Francia y general entre generales, frente a los desaires de Josefina. «No he pasado un día sin amarte, no he pasado una noche sin abrazarte, no he bebido ni una taza de té sin maldecir el orgullo y la ambición que me fuerzan a permanecer lejos del espíritu que mueve mi vida. (…) ¿Qué has estado haciendo para no poder escribir a tu marido? (…) ¡Maldita sea la persona responsable!», reclamaba el mismo año de su casamiento (1796), cuando ya estaba claro que ninguno permanecería fiel al otro. Tal vez porque el amor no parece afecto prioritario entre los afanes militares sorprenden especialmente las misivas de estos. «Tú quieres verme siquiera con los ojos. Yo también quiero verte, y reverte y tocarte y sentirte y saborearte y unirte a mí por todos los contactos», escribía Simón Bolívar a Manuela Sáenz, revolucionaria ecuatoriana enterrada desde el pasado mes de julio junto al mito en el Panteón Nacional de Caracas, que abandonó al adinerado esposo inglés para luchar junto al ‘Libertador’ pagando con el destierro la afrenta lanzada a una sociedad ceñida por corsés. Otro soldado, Lord Nelson, elegiría a una mujer comprometida como protagonista de sus desvelos, aunque su diplomático marido, de carrera y carácter, toleró el agravio sin duelos. «Solo deseo, mi queridísima Emma, que siempre creas que Nelson es tuyo. ¡Nelson es el Alfa y Emma la Omega! No puedo cambiar… mi afecto y amor están incluso por encima de este mundo», clamaría el almirante a Emma Hamilton.

Frenesís mayúsculos los hubo siempre. Quereres para toda la vida como el de Honoré de Balzac, que suspiraba por la casada condesa Ewelina Hanska. «Si la felicidad para una mujer es saberse única en un corazón, llenándolo de una forma indispensable (…), querida soberana de mi alma, te puedes llamar dichosa (…), porque así seré para ti hasta la muerte». La fatalidad quiso que el maestro del realismo cumpliera su promesa cuatro meses después de conseguir casarse con ella, tras diecisiete años de encuentros prohibidos. Tal vez la paradoja se cebó con la pareja y la visita de la parca, con final a cuestas, convertiría su amor en eternidad, como sucedió con el de John Keats y su prometida Fanny Brawne quien, tras el fallecimiento del poeta en 1821, guardó luto durante una década a pesar de no haber llegado a contraer matrimonio. «El último de tus besos siempre ha sido el más dulce; la última sonrisa, la más brillante; el último gesto, el más lleno de gracia», redactó él pensando en ella.

Perpetua ternura se juraron muchos ante el altar. Charles Darwin, quizá el más pragmático, sucumbió a los rigores del desposorio con Emma Wedgwood tras confeccionar una lista de ventajas y desventajas. A favor, «compañera constante, objeto para ser amado y con el que jugar, en cualquier caso mejor que un perro». En contra, «menos tiempo para conversación con hombres inteligentes en los clubes, obligadas visitas familiares». A pesar de estos avinagrados comentarios, la unión fue feliz. «Mi queridísima Emma, rezo en serio para que nunca te arrepientas del gran, y añadiría que buen, acontecimiento que vas a protagonizar el martes», rogaba el naturalista antes del enlace, y parece que ella no lo hizo. Al contrario que el autor de ‘El origen de las especies’, Enrique VIII no dudó un segundo en casarse con Ana Bolena (1533). Incluso rompió con Roma ante la negativa a anular su matrimonio, proclamándose cabeza de la Iglesia de Inglaterra para lograr los favores de la dama, que se negaba a dárselos sin anillo de por medio. «(…) Cuanto más lejos se encuentran los polos del sol, más abrasador es el calor. Lo mismo ocurre con nuestro amor: la ausencia ha puesto distancia entre nosotros; sin embargo el fervor aumenta», escribiría a la futura reina antes de encapricharse con Jane Seymour y mandarla decapitar.

Y es que amores que matan los hubo siempre. El de Elizabeth Taylor y Richard Burton fue casi fratricida. Hermanos en su pasión por los excesos, supuraron falta de entendimiento y delirio ‘tremens’ a pesar de sus dos bodas y once años juntos. «Tienes que saber cuánto te quiero.

Tienes que saber lo mal que te trato. Pero fundamentalmente, lo más vicioso y guarro, sanguinario e inalterable es que nos malentendemos totalmente el uno al otro», acusaría el actor británico a la de los ojos violetas en una carta publicada en el libro ‘Furious Love: Elizabeth Taylor, Richard Burton and the Marriage and the Century’ (2010). La infidelidad a sus respectivas parejas durante el rodaje de ‘Cleopatra’ entrelazó dos caóticas existencias, pero no fueron los únicos expertos en compartir dormitorio con un tercero en discordia. El compromiso de Víctor Hugo con su esposa Adèle Foucher, a quien dedicó discursos como: «Mi deber es permanecer cerca de sus pasos, rodear su existencia con la mía, servirle como barrera contra todos los peligros, ofrecerle mi cabeza como un escalón para colocarme permanentemente entre ella y todos los pesares», duró hasta que dejó de ser, como todo en la vida. Enamorado de la actriz Juliette Drouet desde 1833, la convirtió en su secretaria y amante durante cincuenta años. Claro que su esposa no le anduvo a la zaga. Dos años antes, en 1831, había mantenido un apasionado idilio con un crítico.

Crítica y variable resultó también la relación de Lord Byron con sus amantes, a las que prefería esposadas para evitar cadenas que estropearan su fina piel de héroe romántico. Pasó de unas a otras como quien mueve pieza en el ajedrez, dejando a alguna al límite de la cordura. El incidente más grave lo protagonizó lady Caroline Lamb, quien tras una pelea intentó apuñalarse con un cuchillo y un cristal. «Si las lágrimas que viste y que yo sé que no soy capaz de derramar, si la agitación con la que me separé de ti (…), si todo lo que he dicho y hecho (…) no te han probado lo suficiente cómo son y serán mis sentimientos hacia ti, mi amor, no tengo ninguna otra prueba que ofrecerte», escribió el caballero antes de desearle la mejor de las suertes y salir corriendo. Y es que Lord Byron amaba tan rápido como olvidaba, aunque nadie podrá cuestionar la veracidad de sus deseos. Como innegables fueron los que Emilia Pardo Bazán mantuvo hacia Benito Pérez Galdós durante una breve pero intensa más que amistad iniciada en 1888, en la que ella se reveló como una mujer apasionada y cariñosa que entendía el amor de forma libre y desinhibida.

«Hemos realizado un sueño, miquiño adorado: un sueño bonito, un sueño fantástico que a los 30 años yo no creía posible. Le hemos hecho la mamola al mundo necio, que prohíbe estas cosas». Un escarceo de la condesa acabaría con el interés del escritor, que se sintió humillado a pesar de que él también mantenía otras amantes. Aun así, conservó sus cartas.