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El héroe que perdió América

El mejor orador de Las Cortes vuelve a la actualidad como personaje de la nueva novela de Pérez ReverteEl diputado de Quito fue un liberal astuto, culto y uno de los más polémicos

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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Tan erudito como José Martí, tan aguerrido como San Martín, con una visión política como de la de Bolívar y un valor y arrojo fuera de toda duda. José Mexía Lequerica podría haber sido el Ché Guevara del siglo XIX, pero una muerte menos épica que la del guerrillero argentino le privó de la gloria.

De Mexía poco se sabe para haber sido considerado el gran orador de las Cortes de Cádiz. Tal vez ahora que Arturo Pérez Reverte le ha convertido en un personaje de su novela 'El asedio' surjan nuevas obras.

Y lo cierto es que contemplando su retrato (propiedad del Museo de las Cortes y ahora cedido para la exposición 'Ciudadanos. El nacimiento de la política en España') pocos podrían asociarle a la imagen del clásico prócer. «Era un joven rubio y de muy buen físico, delgado, espigado, de facciones regulares pero con cara de niño», explica desde Ecuador vía email el historiador Rodolfo Pérez Pimentel.

Mexía nació en Quito hacia el año 1777 (tampoco hay acuerdo sobre la fecha). Era hijo natural de un abogado de gran formación, José Mejía del Valle, y de Manuela Lequerica Barrioteca. Su maestro fue Eugenio de Santa Cruz y Espejo, precursor de la Independencia ecuatoriana. A su muerte, José se casó muy joven con su hermana, Manuela de Santa Cruz, que le sacaba más de 20 años y a la que abandonó al salir hacia Lima, aunque siguió escribiéndole puntualmente desde España. Aquel fue un matrimonio de conveniencia, dijo el ex alcalde de Quito hace escasos meses cuando vino a dar una conferencia a Cádiz, centrada precisamente en la figura de Mexía. Y es que Manuela había heredado la riquísima biblioteca de su hermano Eugenio.

Tras sufrir el rechazo de la sociedad quiteña por ser pobre e hijo ilegítimo (entre otros desprecios, le llegaron a negarle la cátedra de Filosofía), Mexía llega a España con el estallido de la Guerra de la Independencia y lucha contra los franceses en el bando español.

Sale de Madrid disfrazado de carbonero y recala, no sin penurias, a Sevilla. Y de ahí, a Cádiz, en donde se le nombra diputado suplente por el Nuevo Reino de Granada. En seguida destaca sobre los demás diputados. «Los reaccionarios le temían, por liberal y los liberales, por americano», recuerda el historiador José María García León.

Incendiario, polémico, apasionado, astuto, poliédrico, radical, implacable y, sobre todo, excelente orador. Le apodaban el 'Mirabeau americano'. Fue uno de los primeros en exigir una Constitución. Se atrevió a hablar en contra de la Inquisición. Defendió la libertad de prensa, la abolición de la esclavitud, la igualdad entre los peninsulares y los americanos. Llegó incluso a fundar uno de los periódicos más incisivos de la época: La Abeja, junto a Bartolomé José Gallardo.

El tribuno quiteño se aclimató tanto y tan bien a Cádiz que fue uno de los que se opuso a sacar las Cortes de la ciudad. Basándose en sus conocimientos de medicina, afirmó que en Cádiz no había fiebre amarilla. Lo pagó caro: enfermó al poco tiempo y murió aquí un 27 de octubre de 1813. Su figura fue tan peligrosa para aquellos absolutistas que luego acabaron con la Constitución de 1812 que, incluso ya muerto, lo declararon fuera de la Ley. «Su figura es equiparable, por categoría intelectual, a la de Simón Bolívar y José de San Martín», sentencia García León, que le dedicó todo un capítulo de su libro 'En torno a las Cortes de Cádiz'.

Aparte de esa, no hay muchas obras sobre él. La más completa, hasta la fecha, es la biografía de Alfredo Flores y Caamaño.

Pero es precisamente aquí, en la ciudad que le vio morir, donde más huellas quedan de él. Queda su busto tallado y expuesto en la plaza de España, a escasos metros del monumento a las Cortes y frente a la Diputación (antiguo Palacio de la Regencia). Quedan un par de placas que recuerdan donde vivió (en la calle Ahumada, en casa de un comerciante apellidado San Juan, aunque el rótulo se colocó en San Francisco) y murió (en San Antonio).

Su cuerpo fue exhumado, según algunos autores, hacia el año 1814 y sus restos fueron a una fosa común en el cementerio de San José. Allí deben estar aún, confundidos con otros sin nombre que, más de un siglo después, lucharon contra la misma bestia que en España siempre permanece agazapada, esperando oír la palabra libertad para dar el primer zarpazo.