Anna Zizi, una haitiana de 70 años, ha sobrevivido más de una semana bajo los escombros de la catedral de Puerto Príncipe. :: PAUL JEFFREY/AP
Sociedad

«Os llevo esperando toda la vida»

Han aguantado entre dos y siete días bajo los escombros, sin alimento ni agua, con un calor sofocante y no les quedan fuerzas ni para gesticular. Una semana después de que Haití se desplomara, siguen apareciendo supervivientes

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Os he estado esperando toda la vida». Fueron las primeras palabras que dijo Nadine Cardozo cuando los efectivos españoles de BUSF (Bomberos Unidos sin Fronteras) la estrecharon en sus brazos. Cuatro días y medio bajo los escombros. Una eternidad. ¿Qué le pasa a uno por la cabeza cuando agoniza en la oscuridad? Nadine tiene 63 años y es la propietaria del edificio que se desplomó sobre su cabeza, el Hotel Montana, uno de los más lujosos de Puerto Príncipe. Una de las pocas mujeres que disfruta de una situación económica privilegiada en Haití, el país más pobre de Latinoamérica. Pero el pasado domingo susurró, entre dolores insufribles y con los ojos empañados en lágrimas: «Os he estado esperando toda la vida». Lo mismo debió de pensar Anna Zizi, la anciana de 70 años que ha aparecido entre las ruinas de la catedral. Tras una semana sin alimento y apenas un poco de agua que le suministraba un equipo de bomberos mexicanos, quería una señal, algo que la arrancara de las tinieblas.

Cuando alguien como Nadine o Anna te extiende los brazos, se abren los cielos de par en par. «Sí, sí, sientes una fuerza arrolladora. Eso mismo nos pasó con Nadine, la dueña del hotel. Llevábamos 15 horas de labor ininterrumpida pero no importaba... ¡Todos nos vinimos arriba! Quien no le preguntaba cómo se sentía, le tomaba de la mano, la acomodaba en la litera...», recuerda Antonio Rodríguez Nogales, jefe del primer contingente de BUSF que aterrizó en Haití apenas 36 horas después de la catástrofe. Esa celeridad les ha permitido participar en el salvamento de 22 personas, cerca del 25% de supervivientes hallados entre los cascotes antes de la réplica de ayer.

«Nada de eso hubiera sido posible sin la ayuda de tres perros fantásticos que ha llevado la Unidad Canina de Huelva», subraya Fernando Carballo, vicepresidente de BUSF. Estos animales, de hechuras potentes y olfato finísimo, corretean infatigables entre los pedruscos. Se les adiestra para buscar corrientes de aire que lleven señales de vida humana: ese vaho imperceptible que marca la diferencia entre la esperanza y la muerte. «Cuando ladran, se te sale el corazón del pecho. Te da un subidón de adrenalina. Es una carrera contrarreloj. El perro te avisa de que hay alguien que todavía respira pero, claro, no te dice cuánto tiempo le queda», aclara Carballo.

Otras veces, es una madre la que consigue oír lo que nadie más puede advertir. Como ocurrió con Carla, el bebé de dos años que pasó seis días bajo tierra. Los lloros de la pequeña se le clavaban como puñales en las entrañas. Tanto insistía la pobre mujer que, finalmente, un contingente de bomberos belgas se movilizó hasta el punto que ella señalaba. Y allí les aguardaba Carla, con sus ricitos llenos de polvo y la boca seca. Ni gemía. «Normal. Sólo se sobrevive en esas condiciones cuando se rebaja al máximo el gasto de energía. Es una especie de autosedación. Así tardas mucho en irte y sufres menos», detalla Carballo. Un estado reversible cuando caes en buenas manos: en el hospital La Paz, la niña recuperó fuerzas gracias a los cuidados del Samur.

Los médicos no dan abasto

Las víctimas, al poco de abandonar esa tumba en vida, suelen tener una expresión sonámbula. Ni sonríen ni lloran. Tampoco se agarran al cuello de sus salvadores. «Por regla general, apenas gesticulan. Lo único que hablan son sus ojos. Te miran como si fueras, como si fueras, como si fueras...», alcanza a musitar el vicepresidente de BUSF antes de que se le corte la voz. El crío de dos años, rescatado por los bomberos de Valladolid, es el vivo retrato de esas palabras. Mirada desorientada, de pena infinita, y un brillo en las pupilas que sólo dan la gratitud y el amor.

Dicen los expertos que, al cabo de dos días, se reducen drásticamente las posibilidades de dar largas a la muerte. Aunque, a la hora de la verdad, Jaume Gil no hace estadísticas sobre el terreno. Ha viajado a Puerto Príncipe como responsable del equipo del Servicio de Emergencias Médicas de Cataluña (SEM) y no da abasto. «Aquí estamos para trabajar y no para lanzar hipótesis. Esto es terrible y hay que salir adelante. Tenemos que hacer un sinfín de amputaciones y las condiciones son muy precarias», zanjaba ayer con voz cansada, poco antes de que una réplica de magnitud 6,1 en la escala de Richter sacudiera de nuevo Haití. Fue imposible retomar el contacto.

Desde el Samur, en Madrid, se encargan de calmar los ánimos. «Lo que debemos hacer es ponernos manos a la obra. No se puede parar», insiste Ramón de Elías, responsable de formación de ese servicio de asistencia. El horror no da tregua. Y aun así, hay rendijas por las que se cuela la esperanza: ayer, entre las ruinas se encontró con vida un bebé de sólo tres semanas. Y eso, cuando la sonrisa de Hotteline Lozama, de 26 años, todavía brilla en la memoria de mucha gente. La joven haitiana resistió una semana bajo los escombros de un supermercado; y no le faltaron fuerzas para entonar una plegaria mientras iba en la camilla. Era una oración de agradecimiento.