:: TEXTO: CARLOS BENITO :: FOTOGRAFÍA: VADIM GHIRDA/AP
Sociedad

La estatua de la libertad

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¡Qué miserable destino el de algunos símbolos! La estatua de Lenin que se ve en la foto presidió durante treinta años una de las principales plazas de Bucarest. Era una mole de bronce que parecía inconmovible, pensada para la eternidad, y miraba al frente como si allí mismo se estuviese produciendo la gloriosa revolución del proletariado. Pero, en realidad, lo que tenía delante de sus narices era la gris Rumanía de Nicolae Ceaucescu, un estado tiránico, sin libertad ni ilusiones, controlado hasta la obsesión por los despiadados agentes de la Securitate.

Los rumanos están conmemorando estos días el vigésimo aniversario de la revolución que derrocó al dictador. El 21 de diciembre de 1989, una manifestación desafió en las calles de la capital a Ceausescu, pese a los disparos del Ejército, que causaron decenas de víctimas. El presidente huyó en helicóptero junto a su esposa, Elena, pero finalmente fueron atrapados y los fusilaron el día de Navidad. «¡Muerte a los traidores! ¡La historia me vengará!», gritó él, antes de ponerse a cantar 'La Internacional'.

Y, después de las personas, les llegó el turno a los símbolos. La colosal efigie de Lenin, el hombre dispuesto a darle un buen empujón a la Historia, fue retirada de su privilegiado pedestal en marzo de 1990. Ahora reposa en el patio trasero del palacio de Mogosoaia -boca abajo, con ese aire desolado que se les queda a las estatuas tras su jubilación forzosa- y los niños de la democracia juegan a subirse a su espalda.