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¿Por qué vale 8 millones un tiburón disecado?

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Eli Broad posa delante de unos platos como los de cualquier mesa, pero a escala gigante, firmados por Robert Therrien, no muy lejos de unos gatos de plástico metidos en floreros también de plástico de Jeff Koons y de una imagen de Jacqueline Kennedy manipulada por Andy Warhol.

Hijo de un pintor de brocha gorda y de una modista, con una fortuna de unos 4.000 millones de euros y franco y cercano en el trato, a él nunca se le ocurrió cuestionarse si eso era o no una tomadura de pelo. Aquello que empezó como una afición se convirtió en una pasión que le ha llevado a reunir 400 obras de arte contemporáneo de valor multimillonario.

Ante este empresario de la construcción y financiero nacido a principios de los años 30, se arrodilla todo el mundo del arte -galeristas, artistas y directores de museos-, que suspiran por que su chequera o sus fondos artísticos de un modo u otro se acerquen a ellos. Vestido con una chaqueta azul cruzada y pantalones grises, su figura discreta chocaba con todas las excentricidades que coleccionó cuando presentó sus fondos en el Guggenheim de Bilbao hace ahora seis años.

¿Por qué Broad se gasta esas desorbitadas cantidades en obras como una oveja disecada y metida en una urna? ¿Qué daría por el tiburón en formol que se vendió en 2005 por ocho millones de euros? ¿Cómo han llegado esas dos obras del niño revoltoso del arte actual, Damien Hirst, a tener ese precio?

El economista y coleccionista Don Thompson tiene las respuestas y las cuenta en 'El tiburón de 12 millones de dólares'. En esta creación confluían todos los elementos que convierten una obra en un objeto codiciado por los muy millonarios. Procedía de una de las colecciones más famosas del mundo, la del publicista Charles Saatchi, la vendía el rey de los marchantes, Larry Gagosian, y estaba interesado en ella Nicholas Serota, director de la Tate Gallery de Londres.

Hirst, Saatchi, Serota y Tate: cuatro marcas imbatibles, lo más codiciado del caprichoso mundo del arte, argumenta Thompson, que reunidas en la misma pieza dan como resultado un valor astronómico. El comprador fue otro conocido de ese círculo compuesto por un par de docenas de personas en el mundo, Steve Cohen, un gestor de fondos de inversión. Al financiero le van bien los negocios, gana unos 330 millones de euros anuales y guarda sus posesiones artísticas en su mansión de 10.000 metros cuadrados en Connecticut, en su piso de 1.800 metros en Manhattan y en su bungalow de 6.000 metros en Florida. Teniendo en cuenta su sueldo, la obra le costó el trabajo de un par de semanas, y quizá por eso ni se preocupó de que al bicho, de algo más de dos toneladas, se le había arrugado la piel, había perdido una aleta y el líquido, antes transparente, se había vuelto verdoso.

Thompson cree que los compradores millonarios se agarran a las marcas porque eso les da seguridad. Como lo único que les falta es tiempo, no pueden pasarse horas estudiando y analizando sus compras, simplemente desean hacerlas con garantías. Este perfil no cuadra con el de Broad, que asegura seguir de cerca a los creadores que colecciona, visitar los museos de los sitios a los que va y comprar libros y revistas. Quizá sí, en cambio, comparta con otros coleccionistas el deseo de poder mostrar su estatus de un modo tan absoluto como es el hecho de poseer una oveja disecada que le ha costado millones.

Según Thompson, un persona moderamente rica puede tener una casa en la costa francesa con vistas al mar y también un Lamborghini, de los que no deberá hacer ostentación para no caer en la vulgaridad. También podrá comprar un yate, pero el factor diferencial e irrebatible consiste en que las visitas le pregunten: «¿No es esto un 'hirst'?». A lo que el anfitrión responderá: «Sí, se lo compré a Gagosian, procedía de Saatchi, y Serota, de la Tate, estaba muy interesado, pero no tenía dinero suficiente». Cuando uno es capaz de decir eso sin mentir, todo empieza a cobrar sentido.

El millonario en cuestión también habría podido decir muy satisfecho que la obra estaba comprada en la casa de subastas Sotheby's o Christie's, marcas que también añaden valor a la piezas. En ambas se vendieron sendas 'versiones' de una aspiradora Hoover enmarcada en una caja de plexiglás y 'firmadas' por Jeff Koons, por más de dos millones de euros.

En el catálogo de Sotheby's se afirmaba que la obra trata de «las clases sociales y los roles de género, además del consumismo». La justificación intelectual, si no sube exponencialmente el precio, al menos sí tiene capacidad de estabilizarlo. Hirst considera que los títulos son importantes para el éxito de las piezas y llamó a su tiburón 'La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo'. Nancy Spero, artista y conservadora del Guggenheim de Nueva York, escribió refiriéndose a una obra de Félix González-Torres, consistente en 160 kilos de caramelos amontonados, que se vendió por 302.000 euros en Sotheby's: «La elegancia simple de su obra invita a la contemplación, e incluso a la ensoñación».

Si uno se queda en la gracia, se pierde una parte importante del fenómeno. Todo empezó con una broma dadaísta del hoy venerado Marcel Duchamp, cuando presentó un urinario a una muestra en Nueva York en 1917 con el título de 'Fuente' y la firma apócrifa de R. Mutt. Si se exponía en una galería, ¿esa pieza era ya arte? Finalmente no se expuso, pero dio mucho que pensar cuando ya se la considera una de las obras maestras del siglo XX. Por cierto, de un valor incalculable.