Opinion

Magia de los olores

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El pasado domingo, la abundante lluvia que nos alertó de la llegada -de la verdadera llegada, aunque tardía- del otoño, levantó por mi calle un aluvión de recuerdos, que el olor de la tierra mojada trajo de la mano. Olores de la escuela, cuando el chaparrón nos empujaba en tropel a las ventanas de la clase, curiosos como si fuese la primera vez que viésemos llover. Siempre es la primera vez para los niños, ciertamente. Olores del jardín de la abuela Ángeles, donde los últimos jazmines de un verano cubrían el suelo, mustios y mojados, tras una noche de aguacero.

Olores de una tormenta temible en un pueblo llamado Cereté, que fundió los fusibles, asustó a los forasteros y levantó los perfumes de las acacias del patio. Olores, también, de agua removida, de campos fertilizados, de acequias y canales en El Torno, en un tiempo perdido.

Siempre repito que el olfato es, de los cinco -o seis- sentidos que poseemos, el más intenso. La memoria olfativa es, desde luego, la más persistente.

Años después de haber percibido un perfume, nuestro cerebro volverá a reconocerlo sin vacilación. Cuando nuestras manos hayan olvidado el tacto de una piel, cuando apenas recordemos el perfil de aquel rostro que tanto amamos y el sabor de los besos más dulces se pierda entre la bruma del olvido, incluso entonces, un aroma, -supongamos a canela, a mangos, o a vainilla- tendrá la facultad de reagrupar las imágenes y de recobrar de entre las sombras infamantes la memoria de un encuentro.

Son los olores como una seña imborrable, como una triunfante bandera. Vencen, poderosos, al paso del tiempo y al triste olvido.

Olores dominantes, olores certeros. Eternos. Absolutos. Y, a veces, tan crueles, tan tiranos.