vuelta de hoja

La fiebre del oro

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Junto a los letreros de Se vende, que debieran poner entre paréntesis pero no se compra, de los pisos, están apareciendo otros donde se garantiza la adquisición de oro. Con oro nada hay que falle, se asegura en el Tenorio, que por cierto ha decaído bastante estas últimas épocas. Se conoce que también a los conquistadores les afecta la crisis. El llamado patrón oro no corre peligro de quedarse sin mandar marineros, pero al parecer aunque tenga el mismo número de adoradores ha aumentado el de sus compradores. Cada vez se ven más letreros en los balcones anunciando su venta, pero nunca sabremos si el vendedor no tiene más que dos opciones: quedarse sin él o tirarse desde ese balcón.

El oro es para el espíritu del hombre un veneno, dice Shakespeare. Después, García Márquez se atrevió a decir que para él el oro se identificaba con la mierda. ¿Por qué ese metal amarillo, dúctil y maleable, ha adquirido un valor convencional y a la vez verdadero? Tengo entendido que el oro, aparte de por ciertos concejales de urbanismo y por algunos constructores, sólo es atacable por el cloro, el bromo y el agua regia. Hablo de oídas porque jamás he tratado con esas cosas. ¿Por qué el agua no se ha convertido en patrón, aunque no sea fuerte? Media humanidad sueña con ella, como el afamado rey Midas, que lo que acabó necesitando era un dentista.

La gente está vendiendo su tesorillo de pobre: anillos que fueron un día promesas, cadenillas con Vírgenes a cuál más milagrera, relojes donde medía su tiempo el abuelo aquel que presumía de no haber llegado tarde nunca a una cita. Pequeñas cosas que las familias van reuniendo mientras creen que su estirpe durará siempre. Pequeñas cosas que se quedarán desconcertadas en manos de usureros, echando de menos a sus antiguos dueños.