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Calle Ancha, mente estrecha

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Después de leer Caín, la última obra firmada por Saramago -tan lejos de otras escritas por él- no puede uno menos que salir corriendo a buscar en alguna de las novelas del portugués -de las de antes del Nobel- la palabra suya que baste para sanarnos. Por ejemplo, La balsa de piedra, una novela que, a pesar de los años, conserva intacta la lucidez del que mira a su alrededor sin prejuicios. «En los grandes momentos precisamos siempre grandes frases» dice uno de los personajes atónito ante la catástrofe a la que asiste. Grandes frases, como la que nos regalaba hace unos días Cristina Tárrega: «nadie escoge a su familia», decía en alusión a unos asuntillos familiares. Cierto es. Nadie escoge a su familia, como tampoco nadie escoge el lugar en el que nace y esa circunstancia no le incapacita para levantar el dedo y acusar, si es necesario, la indolencia y la dejadez de su entorno.

La novela del Doce

A pocos, poquísimos años de la cita que tenemos con el futuro, la sociedad gaditana sigue enredada en lo que más le gusta, el chisme, la protesta, el escaqueo... y ya hay quien empieza darse cuenta. Andrés Contreras, presidente del Foro de Debate Cádiz 2012 -hagan memoria, el grupo de gaditanos afincados en Madrid que traían la chistera llena de proyectos- lamenta que la ciudad está «más apática incluso» que hace un par de años. La sociedad está paralizada por su propio conformismo y señala que no hay «ni asomo de crítica» ante las decisiones que se van tomando por parte de las Administraciones. A pocos, poquísimos años de que seamos la reina de los juegos florales, Arturo Pérez-Reverte prepara una novela que pretende ser «la gran novela sobre Cádiz», una novela que refleja el ambiente en el que se firmó la Carta Magna de 1812, «un sitio fascinante, una ciudad liberal y culta, abierta al mundo por el comercio con América. La España que pudo ser y nunca fue, la gran ocasión perdida». De aquello, nos queda -para que vamos a engañarnos- lo de ocasión perdida. Porque así estamos, perdiendo las pocas ocasiones en la que el destino se nos cruza por la calle.

Del comercio gaditano poco queda que hablar, ya lo saben. Y no es por incidir, pero todos sabemos de horarios absurdos, de tiendas cerradas a las diez de la mañana, de mercancía que siempre está por llegar, de encargados prepotentes, de dependientes groseros... de todo eso y de más, saben ustedes lo mismo que yo. Queríamos ser una ciudad de servicios, que ofreciera al turismo un comercio de calidad y esas cosas, pero no estábamos dispuestos a pagar el peaje que supone estar textualmente al servicio del cliente. En eso estábamos cuando llegó la productora Calle Cruzada enseñando los euros. Y como en aquel capítulo de Los Simpson en el que se frotaban las manos esperando los beneficios de una película que nunca se llegó a rodar, los comerciantes de la calle Ancha -y de alguna otra más- sacan la artillería pesada lamentando que la indemnización que les ofrecen no les llega ni para el chocolate del loro. Que si cinco euros por metro cuadrado es poco -como si hubiera muchos locales en la calle con menos de cien metros-, que si deben pagar a las empleadas setenta euros diarios -yo quiero trabajar en la calle Ancha- que si su tienda hace una caja de setecientos euros al día -y quiero tener una tienda allí-, que si a partir de las seis de la tarde no van a poder vender nada -como si en un día normal abrieran los comercios antes, por Dios-... eso por no hablar de los que se quejan de que sus clientes tendrán que dar una vuelta «muy grande» para llegar a su local, como si Cádiz fuera Manhattan y la distancia, el olvido.

El 'sueño' americano

Que no se piensen los americanos que somos tontos, dicen sacando al pequeño pimpi que todos los gaditanos llevamos dentro, que si quieren rodar aquí, que lo paguen. Y que rueden donde les digamos, y que lo hagan a otra hora, y que digan que es Cádiz, y que saquen a mi prima Carmeluchi, y que se vayan pronto, que aquí se ha puesto el non plus ultra, que traducido resulta... que como la productora se lo piense nos vemos como en Bienvenido Mr. Marshall echándole una carrera al futuro para perderla.

Es el momento de dejarse de jeremiadas. Es el momento de arrimar el hombro, como decía el jueves Francisco Apaolaza «la ciudad tiene la suerte de tener un clima de primera y de que las cámaras la adoren». Es el momento de defender lo que tenemos, levantarse y echar a andar hacia delante. Con el esfuerzo de todos, con la ayuda de todos, con la responsabilidad de todos. No nos queda otra. O de una vez nos convencemos de que es precisamente nuestra ruina la única que nos puede salvar de la quema, o seguimos esperando que la gallina ponga el huevo de oro para comérnoslo. Y la disyuntiva no es difícil. Entre todos tenemos que asumir que somos una ciudad de servicios y que como decía Saramago, los grandes momentos precisan siempre de grandes frases. Se me ocurre una, «a la orilla del río, canta una loca y cada uno se jode cuanto le toca». A ver si nos sirve de algo.