DIDYME

El sentido de la pertenencia

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Besa mejor que nadie en el mundo. Juan tiene dos años y domina como nadie ese raro don de besar a conciencia. Siempre, por intermediación proconsular de sus padres, accede a darte un beso. Te obliga a sentarte, te ase con firmeza con las dos manos por las quijadas, con el gesto pastoril del que unce un carnero al carretón. Elige una mejilla y te deposita en ella el más carnoso, candoroso y sonoro beso que pueda soñarse idílicamente. Sin prisas, con toda unción, con la parsimonia de un acto litúrgico que domina. Cuando, ya de rodillas, mediando en la ceremonia de nuevo sus padres, impetras: «¡otro, otro, otro...!» regresa al ara con la misma parsimonia, para asirte de nuevo las quijadas y ofrendarte otra joya de beso portentoso. Hay mucho de arte en ello.

Sus robustas manazas de osezno montaraz, herederas de la arquitectura muscular de las manos de su bisabuelo, gallardo jugador de pelota, del joc de pilota valenciana, sus ojazos oceánicos, su soberanía, forman parte de su patrimonio litúrgico y él lo sabe. Se sabe sabedor de una ciencia, de un arte. Cumple con el ritual y regresa orondo de nuevo a su mundo de incansable saltimbanqui, mientras su hermano Felipe, arquea las cejas con gesto de extrañeza, porque sus cuatro, ya pudorosos, años, le instan a considerar al beso un gesto social digno de recato.

Sabe Juan, que sus besos, frutos de una habilidosa artesanía, le pertenecen; son sus besos, no unos besos sin amo, y por ello puede ofrendarlos con ese virtuosismo misericordioso, altruista. Entiende que si sus padres le solicitan que nos bese, sus razones tendrán. Se incorpora así a una red de amores heredados, desde un claro sentido de la pertenencia. Te da algo de sí, sin pedir nada a cambio.

Para amar, hay que pertenecerse, ser de uno mismo, y querer transferirse, ser de otro de forma concisa. Mas no exclusivamente dentro de las estructuras convencionales del amor a la familia o a los allegados. En cualquier plano, en cualquier espacio. Lo que no nos pertenece, no puede amarse con ese imprescindible regusto de avaricia posesiva. Como a la hermosa vida. Pero para amar, para querer amar, tenemos que sentir la feraz emoción de saber que aquello que amamos forma parte indisoluble de nuestra esencia. Como la libertad, que aún siendo inmanente al ser humano, la queremos disfrutar sin cumplir con el precepto básico de la responsabilidad que supone ser libre. Nos gusta disfrutar: de la ciudad, de sus servicios, del Estado y de sus retribuciones, pero no queremos cumplir con la carga de velar por ella o por él, porque no nos pertenecen. Pertenecen, según muchos, a un limbo sin exigencias, sin normas que cumplir, olvidando que la Nación, la Sociedad Civil por ello, debe ofrendarse, como el que besa, para que el Estado pueda velar por el Bien Común, gracias a la entrega de todos. Si de Juan dependiera.