Una paciente conversa con un joven que trabaja para sensibilizar a la gente de su edad./L. V.
Sociedad

La enfermedad escondida

En África, el estigma de la epilepsia es incluso mayor que el del sida, lo que da un protagonismo perjudicial a los curanderos

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Simon tiene tres años y epilepsia; su madre lo abandonó y lo cuida su abuela. Rossy tiene 22 y la misma enfermedad; su familia la apartó «porque no era normal» y la llevó a un brujo para que alejara su supuesto «maleficio». A Aaron, que tiene 25, lo rebautizaron con el nombre de su tío fallecido porque creían que le había dejado su epilepsia como «herencia». Kevin, con 15, ha visto salir corriendo a profesores, compañeros y amigos cada vez que sufría un ataque en la escuela. Y a los 12, Ivy ha intentado suicidarse un par de veces y ha recibido de todo -golpes, hierbas, plegarias- antes de recibir tratamiento adecuado.

Son apenas retazos del drama cotidiano que viven en África los diez millones de personas con esa enfermedad neurológica, estigmatizada desde tiempos inmemoriales por síntomas visibles como las convulsiones o la pérdida de conciencia. Si en todo el mundo, incluidos los países desarrollados, el miedo irracional a la epilepsia hace que hasta un 80% de las personas afectadas la oculte socialmente, en ese continente el escenario se agrava con un marginador cóctel de fuerzas ancestrales sobrenaturales y espíritus diabólicos que conduce irremisiblemente a brujos y curanderos -cuyo protagonismo retrasa el diagnóstico y empeora la patología por sus inadecuadas terapias- y que se traduce en exclusión comunitaria e incluso familiar.

Estigma dañino

«Lo más dañino de la epilepsia es el estigma», remarca el neurólogo Paul G. Kioy, profesor de la Universidad de Nairobi y presidente de la Sociedad Keniana para la Epilepsia (KSE en inglés). Y el pediatra y neuropsiquiatra Osman Miyanji, presidente de la Asociación Keniana para el Bienestar de las Personas con Epilepsia (KAWE), aclara que mientras se ha conseguido que «el estigma del VIH va disminuyendo», no sucede lo mismo con los problemas mentales, cuya marca negativa es incluso mayor que la del sida. «Entre la población rural, la enfermedad con más estigma es la epilepsia», remacha.

De ahí el triple esfuerzo de esa ONG por formar y concienciar a la población y al personal educativo y sanitario; por hacer llegar la atención médica y los tratamientos a todo el país, y por defender la causa de pacientes y familiares en el ámbito político y legislativo. Los resultados son positivos (en seis años han sido formados 2.235 trabajadores comunitarios de salud, 849 personas de distintos cuadros médicos y 14 grupos de apoyo; se han abierto 12 clínicas satélites especializadas en instituciones sanitarias y religiosas, y se atienden 12.000 consultas al año), pero peligran por la «falta de fondos, que está obligando a KAWE a concentrar su actividad asistencial en Nairobi».

Sensibilización rural

Pero la crisis no ha impedido que la asociación mantenga toda la carne en el asador de la sensibilización comunitaria, como sucede con el proyecto Ahead Together (Juntos, adelante) apoyado por Novartis. Como explica la española María Sotomayor, que coordina en Kenia varios programas de la iniciativa, sus objetivos son «crear conciencia, fomentar la creación de organizaciones de pacientes y normalizar la enfermedad» para alcanzar la meta común de «mejorar su calidad de vida». Y para ello, con especial atención a las zonas rurales, organiza junto a KAWE múltiples actividades lúdico-educativas y de grupos de autoayuda que aprovechan la representación teatral y la música para explicar a la gente qué es la epilepsia; sus terapias eficaces que permiten llevar una vida normal; el mejor modo de tratar a sus pacientes cuando sufran un ataque, y cómo el estigma perjudica a toda la comunidad.

Por otro lado, en la escuela de Primaria Thirikwa del distrito de Muranga, a 70 kilómetros de Nairobi, la comunidad se reúne para repasar sus logros de integración educativa de niños con epilepsia. Sobre un precioso fondo de paisajes agrícolas y montañas, la chavalería pone música y ritmo a su agradecimiento por el apoyo recibido para sacar de casa a los pacientes infantiles. Sólo ocho permanecen en su hogar, mientras siete van a una clase especial y cinco han sido integrados en la vida escolar.