el maestro liendre

Adiós a los cristianos

Distribuyen pequeñas parcelas del paraíso cada domingo, pero las cobran a precio de oro que acumulan en sus refugios. Ahora dicen estar muy molestos

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Cada domingo abren un rato la sucursal del paraíso para ofrecerla como anzuelo a los hijos de los que, durante los seis días previos, arden en el infierno cotidiano. Muestran cada fin de semana el piso-piloto de la tierra prometida y renuevan un pagaré que dará derecho a su disfrute ilimitado. Así logran que todo sea igual un siglo más. Que los necesitados de consuelo sigan al otro lado de las puertas. Que los distribuidores de la irracional esperanza (perdón por la redundancia) sigan a salvo, dentro de las jaulas de oro.

Se les supone ejemplos sociales, referentes y conductores de los jóvenes, pero muchas veces saltan a secciones del periódico que nunca les corresponderían. En los últimos años, protagonizan el escándalo con más frecuencia de la que cabe conceder a la excepción. Su imagen pública se convierte en grosera caricatura cuando afloran sus gustos privados, esos que les humanizan como ningún otro rasgo.

Sería más cruel que injusto generalizar, olvidar que hay muchos en la infantería, que llevan una vida de contención, de sacrificio mental y físico, sólo por una elección que supone entregar los mejores años de su vida a un ejercicio que otros consideran ridículo.

Es cierto, hay muchos que son pobres, generosos y abnegados, repartidos por los pueblos más pequeños de España, pero no nos engañemos. Los que quieren imponernos su conveniencia son una pequeña élite, privilegiada, escoltada e intocable, rodeada de riquezas que se acumulan sin posibilidad de distribución, que apenas representa los originales valores de la disciplina en la que ingresaron tan jóvenes.

Bien acompañados

Se codean con los poderosos, con los patrones, los tramposos y los que siempre ganan. Siempre aparecieron en la fotografía junto a los dictadores, ya fueran Castro o Franco. Aunque originalmente se les definió como repartidores de opio para el pueblo, los más afortunados entre ellos, los más visibles, los que deciden por todos, los que acaparan el mensaje, tienen poco de popular. Más bien, posan siempre junto al que les conviene, que también busca su mágico influjo como una prebenda más.

Intentan hacernos ver que son personas normales, que proceden del arroyo, que defienden las mismas causas solidarias que nosotros, pero tratan de hacer valer su opinión como si fueran generales, de torcer el sistema fiscal para que les beneficie a ellos mientras nos fastidia a los demás, de forzar la legislación para que se adapte al básico ideario de su grupo, que con ser grande resulta discutible que sea mayoritario.

Están rodeados de seguidores y fieles, que anteponen su lealtad tribal a una reflexión personal, a la libertad particular de los que deciden borrarse y apuntarse, ir y venir, acercarse más o alejarse un tiempo. Esos correligionarios suelen ser ruidosos, constantes, furibundos e incluso agresivos, aunque su credo inicial está teóricamente lleno de buenas intenciones, juego limpio y nobles preceptos.

Ellos, todos estos de antes, los referidos, los mencionados, son los cristianos. Y los kaká. Y Beckham, Zidane, Benzema, Ronaldinho, Ibrahimovic, Messi, Henry... los futbolistas profesionales, en general, y los que ganan más de 600.000 euros al año, en particular. Los que han llegado a España para ocultar con besos al escudo la intención de beneficiarse de un sistema tributario laxo y pánfilo que apenas retenía el 20% a los que cobran, al menos, cien millones de pesetas al año.

¿Entienden ahora por qué un joven jugador deja un triunfante y organizado equipo inglés para militar en un caótico y perdedor viejo mito blanco del fútbol español?

En cualquier otro país de Europa, a los que ganan esa burrada se les obliga a compartir la mitad. Aquí, si eran extranjeros, sólo se les pedía la cuarta parte. Los profesionales patrios, tampoco dignos de lástima, sí tenían que contribuir con el 40% de sus también obscenos ingresos que todos sostenemos con nuestra ordinaria querencia a comprar canales de televisión, entradas y camisetas. Parece de sentido común equilibrar la situación. Pero saltan las estrellas foráneas, los oscuros presidentes de los equipos de fútbol profesional y varios miles de burros que forman entre sus seguidores para amenazar con el caos. Que van a parar el fútbol, dicen. Que no vendrán más cracks, aseguran. Que cerramos el circo catódico y nos vamos, amenazan.

Que se vayan hoy

Pues que vayan desfilando, de uno en uno, en fila india, las figuras españolas, ibéricas, europeas y extracomunitarias, sus sospechosos presidentes y los forofos descerebrados. Ya saben todos a donde pueden irse. Total, la mayor felicidad que me ha regalado el fútbol llegó a través de dos tipos sin el menor glamour, llamados Pepe y Jorge. Antes y después de repartir alegría montados sobre una pelota han llevado una vida normal de apreturas (demasiadas, creo). Sus fichajes, sus sueldos y primas, sumado todo lo que obtuvieron en su carrera, no llegaría para pagar una sola de las mansiones de los dioses nuevos.

Por lo que a mí respecta, adiós a los cristianos, a los deportistas millonarios que debieran ser ejemplo y sólo fabrican padres histéricos que torturan a sus hijos desde la grada. A la mierda, que dijo Fernán Gómez. Que desaparezcan. Hoy a más tardar.

A ver si hay suerte y ese hueco que dejan lo tapan juveniles aficionados que alternan deporte y estudios universitarios, gestores sin antecedentes penales y, sobre todo, estrellas involuntarias y provisionales, genios pasajeros y por casualidad. Como Diego El de la Margara, como ese de la melena rubia, como aquel genial indio feo, como –ojalá, por exagerar e ilusionarme con algo nuevo– José Manuel López Silva.

Con ese tamaño de ídolos, con esa versión arrabalera de paraíso dominical, yo ya me apaño.