CRÍTICA TEATRAL

Teatro, lo que se dice teatro...

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

B asado en un texto de Fernando Quiñones, El Testigo, es la traslación a escena de un relato incluido en la obra Nos han dejado solos (1980), en la que el autor gaditano realiza un esbozo de diferentes personajes, historias cortas y situaciones cotidianas sobre Cádiz.

El Testigo, personaje que interpreta el actor cordobés, es quien habla en el escenario sobre un cantaor extravagante, tosco, con un carácter de los mil demonios, un poco loco, iletrado y sin encanto alguno, pero supuestamente genial. El Testigo nos relata y comparte anécdotas y situaciones vividas al lado de este peculiar cantaor llamado Miguel Pantalón. Los agridulces pasajes que nos narra son atractivos, divertidos, entretenidos y en concreto, cercanos a la mayoría del público presente, pues hacen referencia a un mundo conocido: Cádiz. La Caleta, el mismo Teatro Falla etc.; barrios y demás personajes emblemáticos desfilan por la imaginación de los espectadores que reaccionan casi en todo momento y casi en su mayoría, con gran aceptación hacia la propuesta del actor.

Uno de los problemas con los que se enfrenta este montaje en particular, y el Teatro en general, es que se quiera dotar al lenguaje narrativo, de un aparente poder dramático. En ésta ocasión, el intento vuelve a fracasar al querer hacer Teatro lo que es Literatura. Un cuentacuentos diríamos que se asemeja más a estos desaguisados que no llegan a lo teatral. Obviamente, al no haber lenguaje dramático, tampoco hay lenguaje escénico. Ni siquiera las tímidas aportaciones de uno de nuestros mejores iluminadores, M.A.Camacho, consiguen dar fuerza al espectáculo mas allá de lo que evocan las mismas palabras.

El actor, o mejor dicho el narrador, dedica sus esfuerzos y capacidades expresivas a lo que ya nos tiene acostumbrados: pasitos para un lado, pasitos para el otro, regodeo y autocomplacencia de sus propios recursos vocales, gruñidos aquí, chilliditos allá. En fin, nada nuevo. Hay que reconocer que este Brujo, lo es, pero no de la escena, sino de la palabra y del ritmo. Sabe dominar muy bien los silencios, los tonos y los matices, incluso maneja cual torero, ciertos desplantes para demandar el aplauso del ya de por sí entregado público. Lo cual deja claro que además de brujo sabe ser tramposo. La pregunta es: ¿había Teatro? No, ni por asomo. Teatro, lo que se dice Teatro no hubo.

Para colmo, al final de la representación y en una actitud aparentemente generosa, El Brujo continuo encandilando a los asistentes con un particular bis autobiográfico que no aguanté. Hay que recordar que crear un personaje es algo más complejo y no meramente técnico.

No basta con el desparpajo.