Un vehículo de Naciones Unidas circula por Bukavu. / G. ELORRIAGA
MUNDO

La ciudad de los valientes

Bukavu ejemplifica el tesón de una comunidad congoleña que busca salir del abismo de la mano de la democracia y recibe a cambio la represión más brutal

ENVIADO ESPECIAL. BUKAVU Actualizado: Guardar
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La canción, ingenua y optimista, dice que, aunque las autoridades han destruido el país, Congo tiene que progresar sobre la base de la educación. El éxito de su radiodifusión ha supuesto no la fama, sino la ruina para su autor, desaparecido mientras nos encontrábamos en Bukavu. Acaba de ser liberado, aunque ha sufrido torturas. Su seguridad y la de su familia se encuentran en entredicho y, posiblemente, deban optar por el exilio para impedir males mayores.

Curiosamente, la primera impresión extraída de la capital de Kivu Sur parece alentar una cierta normalidad provinciana. La arquitectura racional y su regular trama urbana tampoco tienen nada que ver con la caótica población de aluvión que es Goma. Además, el viaje en barco entre la ciudad de los volcanes y este puerto que asciende por laderas ocres es una experiencia difícil de condensar en breves líneas. El lago Kivu surge salpicado de pequeñas islas y en las riberas se distinguen sencillos asentamientos formados por chozas cubiertas de paja que parecen remitir a otro tiempo, anterior a la colonización europea.

La extraordinaria belleza del lugar nos hace olvidar que estas aguas sirvieron de sepultura a las miles de víctimas que el cólera se cobró entre los refugiados llegados del otro lado de la frontera. Bukavu también nos engaña. El relajo de su vida cotidiana resulta subvertido por una guerra sucia que ha sucedido a la lucha abierta contra los guerrilleros del CDNP. Formalmente, la operación Kimia II, fruto de la nueva alianza entre Kinshasha y Kigali, pretende acabar con los últimos reductos selváticos de las milicias hutus, pero su objetivo parece abarcar buena parte de la sociedad civil que, animada por un extraordinario coraje, reclama la implantación de un verdadero Estado de Derecho.

Surrealismo político

El escenario político congoleño es surrealista. Según explica Deo Bashibirhana, asistente jurídico, el país cuenta con 243 partidos políticos y la ciudadanía no sabe cuántos están en la mayoría gubernamental y quiénes forman la oposición. Hace tres años se celebraron elecciones generales, pero no hay fecha aún para las locales. «Mucha gente desconoce a sus autoridades y hay quien cree que, sencillamente, no existen», asegura, antes de contestar una llamada de su móvil. «Disculpen, era un colaborador que anunciaba su huida de casa. Esta noche los militares han irrumpido en su hogar. Como les decía, a la élite no le interesa la democracia real, efectiva, que obligue a investigar lo que ha ocurrido en este país en los últimos quince años».

¿Justicia o reconciliación? ¿Amnistía general o selectiva? Justin Nkunzi, director de la Comisión Diocesana de Justicia y Paz de Bukavu, una entidad también vinculada a la ONG Alboan, plantea los interrogantes y habla de grandes demandas insatisfechas. «¿Cómo pueden quedar impunes la muerte de cinco millones de personas, la destrucción de un ecosistema, la violación sexual como arma de guerra o la propagación de enfermedades, en suma, tanto sufrimiento?». El activista menciona los culpables en última instancia. «Son Estados Unidos, la Unión Europea y China en su guerra por los minerales», denuncia y asegura que ellos incendian el conflicto. «¿Y quién paga la confusión generada? El pueblo. La riqueza de esta tierra es una maldición para nosotros».

Los defensores locales de los derechos humanos elaboran informes que hacen llegar al extranjero donde son publicados. Su visión de la situación no alienta la esperanza. «Ahora no sabemos dónde están los frentes ni quién asesina», asegura uno de sus representantes.

¿Por qué a esta situación la llamamos paz cuando hemos denominarla represión? Se suceden los ataques a conventos y el rapto de seminaristas, veinte jefes de pueblo han sido asesinados y proliferan los rastas, jóvenes mercenarios que se venden al mejor postor. En el campo, los soldados armados, pero sin paga, practican el pillaje para subsistir, mientras sus altos mandos eluden órdenes de arresto dictadas por el Tribunal Internacional de La Haya.

¿Y la fortuna de Mobutu, considerado uno de los hombres más ricos del mundo? ¿Existe alguna iniciativa para repatriarla? «Un partido impulsado por sus familiares obtuvo el tercer puesto en los comicios generales y cualquier iniciativa al respecto es impensable».

Pero las iniciativas se multiplican, a pesar de las dificultades y las amenazas. La catalana Sandra Sotelo, coordinadora de Violencia Sexual para la ONG International Rescue Committee, nos habla de este fenómeno de extraordinarias dimensiones y de que las sentencias condenatorias de los culpables nunca se cumplen. «Por cinco dólares el agresor se va de la cárcel», lamenta, pero también afirma que las víctimas se alían con otros grupos vulnerables, como las viudas y huérfanos, en organizaciones comunitarias de base, y cultivan juntos obviando los prejuicios.

En el seno de la Monuc también ha nacido Radio Okapi, un proyecto de emisora independiente que constituye una excepción dentro de las misiones de Naciones Unidas y un modelo de libertad en el ámbito local de la comunicación, amordazado y devaluado por la generalizada corrupción. «Podemos decir cosas que los demás no se atreven, aunque, a veces, nos matan», advierte el suizo Florian Varvey, director de la radio en la ciudad.

De camino a nuestro albergue, Baptiste, nombre falso del conductor, rememora la zozobra de Bukavu en 1996 cuando la ocuparon las fuerzas ruandesas y acabaron a tiros con su obispo Cristophe Munzihirwa, o hace cinco años, tras ser invadida por Laurent Nkunda, el hombre en el que siempre confluyen todas las conversaciones sobre política.

El general concedió tres días de asueto a sus hombres para que la saquearan sin reparo alguno. Tras invadirla por sus extremos, procedieron, casa por casa, al pillaje, la violación sistemática y el rapto de jóvenes para conducirlos a campos de entrenamiento en Ruanda. Él buscó refugio en los cuarteles de los cascos azules. «Fue espantoso», explica sucintamente.

«Una urbe tranquila»

El pulso se acelera cuando dos sujetos se acercan a nuestro vehículo. Saben que somos periodistas y reclaman un permiso para grabar. También mencionan la necesidad de personarnos en ciertas dependencias oficiales si permanecemos en la ciudad. Baptiste no pierde en ningún momento su sangre fría ante las demandas perentorias de los supuestos policías. «Ésta es una ciudad tranquila», advierte tras solventar el problema. ¿No hay niños de la calle? «Ah, sí, se reúnen en torno a la catedral y se dedican al tirón». ¿Y bandas criminales? «También, controlan los barrios de la periferia y, a veces, realizan asaltos a domicilio».

Un escenario tan inquietante debería desalentar al más arrojado, pero individuos valientes como Pacific o François se han empeñado en llevar adelante programas de gobernanza o mediación no violenta de conflictos que se antojan enormes retos. Ellos mismos reconocen que su tesón, en el mejor de los casos, podrá ser rentabilizado por generaciones futuras siempre que surjan líderes nuevos, respetuosos con los derechos humanos, que gestionen de otra manera la esfera política. «Es fácil hacer la guerra», advierten desde la experiencia propia. «Es muy difícil hacer la reconciliación».