ANÁLISIS

Epílogo festivo y triunfal

ARCOS Actualizado: Guardar
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Un oblicuo sol equinoccial doraba de octubre la última tarde de toros de esta temporada en nuestra provincia.Una jornada de la Feria de Arcos, estruendosa de luz y empapada de sonidos, que estampaba la postrera rúbrica a tan profuso y variopinto acontecer taurino. Epílogo que no pudo contar con mejor broche que el vivido en el coso arcense, donde los tres toreros anunciados salieron a hombros de la plaza y donde el público se divirtió con el entregado hacer de sus ídolos.

Para que todo ello fuera posible hubo de contarse con la colaboración de un ganado dócil y repetidor, que no planteara mayores problemas a la terna actuante. Labor que cumplió a la perfección la corrida lidiada de Martelilla, compuesta por seis toros de extrema nobleza, justos de casta, de escasas fuerzas y nulo poder, compendio de características valoradas muy al alza por el taurinismo imperante. Los astados no transmitieron vibración ni emoción algunas pero, como ya es frase manida en las actuales calendas, se puede decir que «la corrida sirvió» o que «los toros se dejaron». Eso volvió a ocurrir ayer y ello motivó que cada espada pudiera desplegar sin mayores contratiempos el particular concepto de tauromaquia que cada uno posee.

Pudimos contemplar entonces a un bullicioso Cordobés, que curtido ya por sus muchos años de profesión, simultanea sus trasteos con una permanente comunicación con los tendidos, a los que gesticula, sonríe y hasta comenta con jocosidad las vicisitudes de la lidia. Inmerso en esta particular dinámica, recibió con animosos lances al que abrió plaza en las que movió con cierto garbo los brazos a la verónica. Pero tras un simulacro de varas, el animal perdería las manos con estrépito cuando Manuel Díaz intentaba un quite por chicuelinas. Inició la faena de muleta con cites de hinojos, a los que siguieron múltiples medios pases en redondo que provocaron un inusitado júbilo en el paisanaje. Postreros circulares y dinásticos saltos de la rana colocaron un festivo colofón a una labor que nunca superó el pobre listón de lo anodino. La tauromaquia nunca puede resultar excelsa si como enemigo se cuenta con un animal soporíficamente noble y sin un ápice de fuerzas ni de poder.

Tanto el cuarto como el quinto de la suelta presentaron una estampa muy acorde con el clásico tipo de Marques de Domecq : más cabezones, enmorrillados, carifoscos, aleonados y con sensación de cuajo en su trapío. Antes de que su segundo oponente dejara bajo el peto del caballo la escueta codicia que poseía, El Cordobés había cargado la suerte con la capa y hasta se había gustado en su toreo a la verónica y al delantal. Franela en mano, planteó una faena basada en cites continuados al hilo del pitón, en la que destacaron, por su temple y ligazón, algunas series de estéticos naturales. Tras un desarme y con el toro venido a menos, la faena entró en su inevitable epílogo tremendista que culminaría con una estocada y dos descabellos.

La extrema sosería y absoluta falta de transmisión de sus enemigos impidieron contemplar en su plenitud las cualidades toreras del mejicano Alejandro Amaya. Pero los detalles apuntados y lo depurado de sus formas, nos proclaman que nos encontramos ante un torero que busca su inspiración en la serena y cara fuente del clasicismo.

Su primero fue un toro de embestida corta y algo rebrincada que había acometido sin celo a las capas y al caballo. Alejandro manejó la pañosa con temple, gusto y suavidad hasta conseguir pasajes de fina plasticidad. Se estiró con garbo a la verónica ante el quinto y dibujó lances de bellos y armónicos trazos. Con la muleta, concedió distancias al noble animal, citó en redondo, aguantó la embestida e hilvanaba después una sucesión de derechazos que iban perdiendo profundidad a la vez que disminuía la pobre codicia de la res. Pero las tandas poseyeron ese punto de sabor, ese destello de recia elegancia que enseguida prenden en el aficionado.

El lote más complicado le cupo en suerte al sevillano César Girón, que convirtió su primer trasteo en un intento tan continuo como frustrado de ligar pases a un ejemplar que cabeceaba y derrotaba a la salida de cada muletazo. Al sexto lo recibió con larga cambiada y se afanó con infructuosa decisión para extraer un lucimiento, que la embestida insulsa, a media altura y carente de celo del animal, le impidieron.

Caía ya la tarde y el sol dorado del otoño hacía resplandecer por última vez, como un guiño de inquieto aleteo, la luminosa catarata de caireles en los ternos de los toreros.

Una temporada que termina con una corrida triunfal.