ANÁLISIS

Aval raquítico

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Nuestros conciudadanos irlandeses han decidido enmendarse la plana y dar su apoyo mayoritario al maltrecho Tratado de Lisboa. Las élites políticas europeas han respirado hondo. Sin embargo, sería oportuno que no se dejaran llevar de una euforia ñoña, y fueran conscientes de que se trata de un ‘sí’ muy raquítico, por al menos tres razones. La primera y evidente es que se trata de un ‘sí’ en segunda vuelta. En los últimos 15 meses los irlandeses no se han implicado en un debate vibrante en el que los argumentos en favor del ‘sí’ hayan conseguido persuadir a muchos irlandeses de que se equivocaron hace un año. Lo que ha sucedido es algo bien distinto: la crisis financiera ha pinchado varios globos en Irlanda: el del sector inmobiliario y el de la falsa creencia en que la riqueza fácil asociada con el ladrillo podía ser duradera. El miedo al desplome (agudizado al ver pelar las barbas del islandés) ha desinflado la creencia de que la prosperidad era fruto exclusivo de la constancia y el trabajo propios, y ha recordado a muchos ciudadanos cuánto debe Irlanda a Europa. Pero si somos sinceros con nosotros mismos, reconoceremos que este sentimiento pro-europeo es bastante superficial y tan egoísta como el nacionalismo, a veces sutil a veces burdo, que movilizó el campo del ‘no’.

En segundo lugar, porque los reiterados fracasos del Tratado Constitucional primero y del Tratado de Lisboa después han hecho bien visible la falta de visión y liderazgo político de las élites políticas europeas. La larga estación de reformas en la que está atascada la UE se justificó inicialmente afirmando que el viejo continente necesitaba un impulso político, que era necesario recuperar el alma democrática y social de Europa. Si Gordon Brown no sucumbe antes de primavera, el Tratado de Lisboa entrará en vigor en tanto que conjunto de normas jurídicas; como proyecto político, como revulsivo capaz de reavivar el entusiasmo europeo, hace tiempo que está muerto. En tercer lugar, entre el bálsamo de Fierabrás que las élites políticas dicen que es Lisboa y la realidad media un gran trecho. Europa tiene un grave problema de incoherencia y de impotencia política. Combinar un mercado único y una moneda única ‘sin’ una política económica común es pretender cuadrar el círculo. Las reformas de Lisboa hacen bien poco por resolver este problema. Quizá pronto tengamos un presidente europeo, pero nadie, ni en Bruselas ni en las capitales nacionales (o regionales), podrá diseñar un impuesto de sociedades justo y eficaz (y menos aún si los jueces del Tribunal de Luxemburgo siguen haciéndose un lío colosal con la tributación de los dividendos; de esos polvos vienen los lodos de las Sicav). Si la respuesta a la crisis financiera de la zona euro ha sido menos vigorosa que la de EE UU (o que la del Reino Unido) en una pequeña parte es por sana cautela, pero en buena medida se debe a que es imposible decidir muchas cosas con la desquiciada división de competencias y de poderes que nos hemos ido dando. Irlanda dijo sí; pero es pronto para decir exactamente a qué.