LO QUE YO LE DIGA

Una de tragaperras

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Pues que llega un fulano, echa unas moneditas en una máquina tragaperras de un casino de Sevilla y le toca lo que antaño era la especial del cacharro y hogaño es un montón de billetes. 505.000 euros. Una pastuqui, que diría el afortunado si fuera dirigente popular valenciano. Un pastón, para usted y para mí. Pero no me resulta tan interesante el hecho del premio como la cosa de los juegos de azar, que es una manera muy fina, sutil y educada de decir que te birlan los cuartos. El juego es el único vicio para el que no hay forma de encontrar disculpa. Si le añadimos que fomenta una enfermedad que es el cáncer de miles de familias, ya empieza uno a afilar el colmillo con ganas de darle una dentellada en la yugular a tanto jueguecito de azar que anda repartido por todas las esquinas.

La progresía de salón, esa que de tan joven ya es caduca y que tanto se preocupa por el bienestar ciudadano y que legisla para que los fumadores sean casi delincuentes, no parece muy escandalizada por la existencia de estos dispositivos robadineros. Si un chaval de 15 o 16 años se mete en un bar a comprar tabaco, tiene dificultades para conseguirlo porque el camarero le tiene que activar la dichosa expendedora. Ahora bien, si lo que quiere es jugarse los cuatro euros que lleva en el bolsillo, no tendrá que avisar a nadie. No me gustan las máquinas tragaperras ni los casinos. Éstos últimos me molestan menos porque no los piso. Pero me gusta ir a una taberna, a un bar, y tomarme un par de cervezas con unas gambas o un poquito de adobo. Y ahí me encuentro la maquinita con un infeliz regalándole los dineros a cambio de una promesa que nunca se cumple.