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Sobrevivientes

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A todos nos ha impresionado ese relato periodístico que cuenta cómo Bahia Bakari, una adolescente de 13 años, sin saber nadar, sin chaleco salvavidas y con una clavícula fracturada, pasó varias horas en la oscuridad del Océano Índico, agarrada a un trozo del fuselaje del avión, en un mar agitado y, probablemente, plagado de tiburones. A su alrededor flotaban decenas de cadáveres que, con el paso de las horas, se fueron dispersando con las olas. Pero ella se aferró fuertemente a su improvisada balsa hasta que fue encontrada por una patrulla comorense, ya inconsciente.

Este ejemplo extremo ilustra de manera clara nuestra condición de supervivientes. Desde que vemos por primera vez la luz, nuestra vida depende de nuestra habilidad para sortear los obstáculos que atentan contra nuestra existencia, primero, con nuestra identidad, después, y, por supuesto, con nuestro bienestar. El éxito depende, más que de la agresividad de nuestros contrincantes, de nuestra capacidad de resistencia, una facultad que combina, en diferentes proporciones, la esperanza de salvación, la paciencia y la fortaleza. Son tres virtudes que sólo la cultivan quienes están suficientemente entrenados en la escasez de medios, en el sufrimiento y en el trabajo.

Sin necesidad de recurrir a situaciones límites, todos sabemos que la vida individual, familiar, social y política es una carrera de obstáculos que sólo superan quienes aguantan luchando, sobre todo, contra sus propias debilidades, quienes no se dejan abatir por la fiebre, por la incomprensión o por el paro. Si estamos convencidos de que la naturaleza y la sociedad son agresivas, deberíamos someternos a un permanente adiestramiento para mantener en forma los músculos de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu. Éste es, justamente, el objeto de unas virtudes que, en la actualidad, gozan de escaso predicamento: la disciplina, de la ascética y, en general, de la educación.

Aunque algunos tachen nuestra reflexión de «pedagogía anticuada», los hechos de la vida cotidiana nos demuestran que sólo sobrevive quien ha aprendido a hacer frente a las adversidades, quien es capaz de interactuar con un entorno adverso, quien ha sido vacunado con dosis adecuadas de dolor y de sufrimiento, quien, como los buenos boxeadores, son capaces de encajar golpes con firmeza.

Este hecho ejemplar y tantos otros de las personas normales con las que convivimos nos enseña a leer la vida con nuevos ojos y a comprobar cómo, simplemente, sobrevivir y respirar con libertad puede ser el logro de un ansia suprema y el disfrute de un placer intenso. Por eso, querido Cecilio, presto especial atención, a las expresiones serenas de los ancianos que, situados en la cumbre de sus vidas y con diferentes grados de dependencias, se esfuerzan por desplegar todas las capacidades físicas y mentales, no sólo para sobrevivir, sino también para seguir creciendo y para interpretar, comprender, valorar, disfrutar y vivir plenamente en el mundo actual.

Y es que, como me decía hace un rato Carmen: «Yo, mientras respire, estoy dispuesta a divertirme, a jugar, a ir de de visita y de excursión, y a organizar fiestas en las que, charlando, cantando y bailando, exprese a mis amigos el cariño que les tengo». Y es que, efectivamente, el amor -sentido, expresado y transmitido- es la médula, el eje y el motor de la existencia humana.