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La beatería política

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nos parece, la beatería no es, ni mucho menos, una anomalía exclusivamente religiosa sino que, con frecuencia, se extiende, como una pandemia, a otros ámbitos de la vida ciudadana. Existe, por ejemplo, beaterías progres, culturales, literarias y políticas. Por muy escasa atención que prestemos a estos comportamientos supersticiosos, podemos advertir que también se practican en pagos habitados por paganos que están alejados de los recintos eclesiásticos. ¿De qué otra manera podríamos designar las peregrinaciones a los lugares en los que vivieron, por ejemplo, Elvis Presley, los Beatles, Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, la princesa Diana o el mismísimo Camarón de la Isla?

Recuerdo en estos momentos que la subasta en Internet del balón que el capitán de la selección inglesa, David Beckham, lanzó a la grada en la tanda de penaltis del partido de cuartos de final de la pasada Eurocopa de Fútbol que les enfrentó a Portugal, fue adjudicada a un aficionado canadiense, que abonó la cantidad de 28.050 euros. Es posible que el aficionado que pagó tan elevada cantidad estuviera convencido de que ese balón –esa reliquia- contenía no sólo los secretos de la destreza futbolística y las claves del atractivo físico del icono metrosexual, sino también la presencia virtual de su ídolo.

Estoy de acuerdo con Enric en que, donde más se practica esta ferviente devoción, es en el terreno de la política, en el que dogmatismo, el fetichismo y el ritualismo constituyen los ingredientes de una práctica religiosa ampliamente difundida. Si por ejemplo, analizamos las actitudes radicales de algunos de los fieles que profesan la fe nacionalista, advertiremos con facilidad que creen firmemente no sólo en una patria eterna, única y verdadera, sino que, además y sobre todo, veneran con incontenible ardor todos sus símbolos. La exagerada devoción con la que besan la bandera o las reverencias con la que se inclinan ante los líderes, más que respeto, muestran unos sentimientos hondos de adoración, un auténtico culto de latría.

Este fanatismo integrista –y, a veces sectario- puede ser calificado de beatería política, no sólo por su carencia de fondo ideológico –la mayoría de las veces discursos mitológicos vacíos de fundamento histórico- sino también por el poder mágico que atribuyen a cada uno de sus ingenuos ritos. Su adhesión, en la mayoría de los casos, no es a los significados sino a los significantes: a los colores de la bandera o a las melodías de los himnos que poseen, según ellos, unas propiedades sagradas y, por lo tanto, son intocables.

A mi juicio, sin embargo, quienes mejor ilustran las convicciones y los comportamientos que caracterizan a la beatería política son algunos miembros cualificados de los diversos partidos políticos, esos para quienes el líder es un dios inmortal, todopoderoso y sabio, o un mesías que, con una sola palabra, concede la vida eterna, esos que aprenden los discursos oficiales como si fueran palabras reveladas y repiten los mensajes como si fueran fórmulas mágicas. No piensen que me invento la anécdota si les cuento que el otro día, una amiga, militante de uno de esos partidos, me dijo que, durante unos días, no se lavaría la mejilla que le había besado, al final de un mitin, el carismático líder de su grupo político.