'El hombre que mató a Liberty Valance' dejó grandes escenas para la histoia del cine.
leyenda del cine

Feo, fuerte y formal

Hollywood cumple 30 años sin John wayne, el rostro eterno del ‘western’ que tan bien encarnó los valores más conservadores y retrógrados de Norteaméríca

MADRID Actualizado: Guardar
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Mao y Stalin tenían planes para asesinarlo con la idea de asestar un duro golpe a la moral norteamericana y, por ende, al capitalismo, y a buen seguro que otros políticos e incluso compañeros de profesión le dedicaron sus peores pensamientos. Pero al final sólo le pudo callar el cáncer. A John Wayne, el actor más legendario de todos los tiempos, el tipo duro que siempre buscaba pelea, nada ni nadie le detuvo en vida. Reinó durante dos décadas en Hollywood y allí, 30 años después de su muerte, aún se recuerdan sus polémicas ideas, su genio titánico y su aura de mito inigualable. No ha nacido el actor que pueda hacerle sombra. Ni en fama ni en controversia política.

Sí los ha habido, en cambio, en dotes interpretativas. Pero al ‘Duque’, en verdad, eso nunca le importó. En su tercera clase, a la que acudió a petición de Raoul Walsh, le dijeron que no tenía talento para ser actor. Curtido en los campos de fútbol americano, el ex jugador había accedido al cine casi por accidente, tras una lesión, y nunca entendió el oficio como un arte. Para él la interpretación era, más bien, una cuestión de naturalidad y carisma. De gestos y miradas, de formas de hablar y caminar. Y ahí sí fue inigualable. Sus andares, su forma de agarrar el rifle, de fumar y de montar a caballo, así como esa voz inconfundible que en España desterró el doblaje dieron la vuelta al mundo.

Se llamaba Marion Robert Morrison y era un grandullón de 1,93 metros, con el rostro embrutecido y cierta pose de galán, cuando probó suerte en películas mudas. Walsh que le puso el nombre artístico de John Wayne en homenaje a un general, fue quien le dio su primer papel protagonista en La gran jornada (1930) y quien seguramente se lo descubrió al mítico John Ford. Con el genial director abrió de par en par las puertas de la historia del cine. Formaron la pareja más aclamada. Un dúo que hizo más de 20 películas, entre las que figuran algunas de las mayores obras maestras del sépttimo arte, como La diligencia (1939), filme que le dio a conocer; El hombre tranquilo (1952), donde protagoniza una pelea imitada decenas de veces; Centauros del desierto, quizás su obra cumbre (1956), o El hombre que mató a Liberty Valance (1962), la historia de amor que hace el más brillante repaso al nacimiento de Estados Unidos.

Muere en ocho películas

A través de ellas, y no es un tópico, se descubre parte de su tempestuosa personalidad. Seguramente no lo que era, pero al menos sí lo que le habría gustado ser. Su ideal de héroe americano que tanto sintonizó con los valores de la América más conservadora. Porque John Wayne, que rodó más de 250 filmes marcados por la épica, muriendo sólo en ocho, nunca aceptó participar en una historia donde su personaje no sintonizara con él. Ni en películas que no hicieran una utilización “correcta” del sexo y la violencia o donde participara gente que supuestamente flirteaba con el comunismo. Por ello amenazó a Frank Capra y no quiso trabajar con el violento Clint Eastwood, ni con tantos otros, como Kirk Douglas o Frank Sinatra, con quien se enfrentó abiertamente y a cuyo guardaespaldas tumbó a golpes en un hotel. O como Dennis Hopper, quien se tuvo que esconder en un estudio cuando Wayne entró armado al grito de: “¿Dónde está ese comunista de mierda?”

Siempre hizo gala de sus ideas, incluso si atentaban contra los homosexuales o si eran racistas, pese a que las tres esposas que tuvo eran de origen latino. Se endeudó para rodar El Álamo (1960), la cinta sobre el mitificado enfrentamiento entre texanos y mexicanos, en su idea de dejar un alegato en defensa de Norteamérica. En plena guerra del Vietnam, se atrevió a dirigir la única cinta a favor del conflicto, Los boinas verdes. Puede que por ello el Partido Republicano le propusiera en 1968 que fuera su candidato a presidente, opción que él declinó. Y puede que por eso mismo, por la descomunal fuerza con la que defendía sus valores, Mao Zedong y Joseph Stalin hubieran manejado por separado aquellos planes para matarle mucho antes, como le desveló Nikita Kruschev, empeñado en conocerle, en una visita a Estados Unidos.

Admirado por Stallone

Hijo de un veterano de guerra, Wayne fue un tipo rudo y hosco, aferrado a una salvaje forma de pensar que fue diluyéndose en su entorno a medida que pasaban los años y que él mantuvo imperturbable. “Sé que soy un patriota decente y pasado de moda que agita la bandera”, llegó a reconocer. Tocó todos los géneros y, aunque el cine del oeste fue y será siempre suyo, también es recordado en la vertiente bélica, gracias a memorables filmes como El día más largo. Sus iracundos ataques a compañeros de profesión le restaron homenajes y le granjearon la enemistad de la mitad de Hollywood. La otra le supo llevar y actores como Steve McQueen, Sylvester Stallone, Chuck Norris y Arnold Schwarzenegger siempre reconocieron públicamente su influencia.

Como los vaqueros, o puede que como imaginamos a los vaqueros gracias a sus interpretaciones, John Wayne era fumador y bebedor empedernido. Pero no eran vicios intrascendentes. Suya es la sentencia: “Nunca me fiaría de un hombre que no bebe”, que resume toda una filosofía de vida. Aficionado a las frases, solía decir que era importante hablar bajo, despacio y no demasiado. Para su epitafio eligió otro significativo dicho mexicano: “Era fuerte, feo y formal”. Así le habría gustado ser recordado, como declaró en una entrevista diez años antes de morir. Su familia, en cambio, no colocó el lema en la lápida, ubicada en un cementerio de Newport Beach con vistas al Pacífico.