El poeta Ángel González, poco antes de morir ./ EFE
Sociedad

Instrucciones para ser Ángel González

El escritor Luis García Montero indaga en la infancia, adolescencia y juventud del poeta asturiano en su obra 'Mañana no será lo que Dios quiera'

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Ángel González se acercaba al micrófono con gesto serio. Su aspecto senatorial causaba en el público cierta impresión de lejanía, pero todo cambiaba cuando empezaba a hablar. Su voz era al tiempo honda y suavemente aguda: las eses silbantes, las ces acolchadas. Como solía hacer en cada una de sus lecturas públicas, arrancaba con un poema de 1956 al que llamaba en broma «mi sintonía». Es un texto muy conocido: «Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo: / hombres de todo el mar y toda tierra, / fértiles vientres de mujer, y cuerpos / y más cuerpos, fundiéndose incesantes / en otro cuerpo nuevo».

Para que Ángel González se llamase Ángel González y fuese el poeta Ángel González fue necesaria también una mezcla muy concreta de historia y geografía. Él mismo solía repetir con sorna que su poesía estaba marcada por «cierta coyuntura sociopolítica». Hablaba, por supuesto, de la Guerra Civil y la posguerra en Asturias: el escenario donde se desarrolló su infancia, su adolescencia y su juventud.

Luis García Montero recupera ahora esos años de plomo y silencio en Mañana no será lo que Dios quiera (Alfaguara), un libro que es al mismo tiempo novela, reportaje, crónica familiar y biografía. Íntimo amigo de Ángel González, García Montero conocía su interés por poner a salvo el recuerdo de aquellos años fundamentales. Al parecer, González nunca quiso escribir él mismo un libro sobre ese periodo porque temía que resultase un texto demasiado dramático y triste.

Ángel González y Luis García Montero acordaron que sería el granadino quien se encargaría de escribir ese libro. El pacto establecía que sólo se ocuparía de los años de infancia y juventud, hasta 1951, cuando Ángel González viajó a Madrid con «la intención única de convertirse en poeta». A partir de ahí, un discreto silencio. González no quería que el documento se convirtiese en una sucesión de chismorreos adultos sobre amoríos y tejemanejes literarios.

Durante meses García Montero grabó sus conversaciones con su amigo y éste, antes de morir en enero del año pasado, tuvo tiempo de leer dos terceras partes del manuscrito que llega ahora a las librerías. Mañana no será lo que Dios quiera es la reconstrucción de una época cenicienta y hostil: un viaje a la trastienda de nuestro propio pasado de la mano de un niño de mirada viva y mandíbula huidiza al que la historia le jugó más de una mala pasada.

Resulta curioso seguir los primeros pasos de Ángel González por el mundo e ir reconociendo en ellos algunas de las características que muchos años después definirían su obra: la lucidez, el desapego, la ironía, el compromiso, el humor negro. En muchos momentos el lector del poeta asturiano tendrá la sensación de que su biografía parece cortada siguiendo los patrones de su poesía. Naturalmente, el razonamiento debe ser el contrario: es la experiencia la que modela al hombre. Ángel González creció rodeado de amor e infortunio, de horror y dignidad. Creció en una familia ilustrada, progresista y francamente simpática. Su padre era un pedagogo honesto y republicano.

Entre las fotos familiares que se incluyen en Mañana no será lo que Dios quiera hay una en la que se ve a Ángel González con diecisiete meses de edad. Es un niño regordete que se lleva un teléfono negro al oído con gesto serio. Parece una escena inocente, pero en realidad es una dramática.

Nos damos cuenta de ello cuando Luis García Montero explica quién está al otro lado de ese teléfono: al niño acaban de decirle que quien llama es su padre, que quiere hablar con él. El mismo padre que acababa de desaparecer de su vida de un modo tajante y misterioso: «Ángel no había cumplido aún la edad requerida para comprender la sensación de dolor, perplejidad, miedo y vacío que deja una muerte íntima. Sólo pudo acostumbrarse a crecer bajo la sombra de una ausencia poderosa, en medio de lo que iba exigiendo la realidad y de lo que hubiera dicho papá de estar vivo, como si respirar, y levantarse por las mañanas, y observar a la gente, y pisar el mundo significasen un esfuerzo por ser leal a lo que faltaba, a los que faltaban, a los que habían desaparecido en las curvas envenenadas de los almanaques».

Tras la muerte del padre, llegarían años convulsos para España y Asturias: el advenimiento de la República, la Revolución del 34, el golpe del 36. Ángel González creció en un barrio de las afueras de Oviedo, entre fantasmas familiares, mimos y travesuras. Su madre intuyó pronto que él sería el artista en una familia de hombres dedicados a profesionales liberales. Con su pandilla de amigos descubrió el mundo mientras callejeaban, jugaban al fútbol y se ponían entre ellos apodos cómicos, inocentes y rimbombantes: «A Arturín le llamaban Incio Turicio Caraciola Turín Bum Bum, y al Rubio, don Ramón Ramínides Lacónides Jamónides».

No hubo tiempo sin embargo para demasiados juegos. Pronto llegaron los años «del engaño y la dinamita». Una tarde del verano de 1936 un falangista puso una pistola en el pecho del niño: «Sois una familia de rojos y os voy a matar». Esa tarde Ángel González llegó a casa antes de tiempo y comprendió de pronto que la realidad se había convertido en un lugar peligroso. «Se sabe que ha empezado una guerra», le dijo su madre. «Y va para largo».

Sus lectores saben que la Guerra Civil está muy presente en la obra de Ángel González. A veces su presencia es rotunda, directa y dolorosa. En otras ocasiones, se trata de un lejano surtidor de sombra, una compañía ingrata que se alarga en el tiempo. El poeta lo explica en Ciudad cero un poema incluido en 'Tratado de urbanismo': «Todo pasó, / todo es borroso ahora, todo / menos eso que apenas percibía / en aquel tiempo / y que, años más tarde, / resurgió en mi interior, ya para siempre: / este miedo difuso, / esta ira repentina, / estas imprevisibles / y verdaderas ganas de llorar».

La guerra se cobró una dolorosa factura en la casa de Ángel González. Su hermana Maruja fue apartada de su puesto de maestra por la Comisión Depuradora de Enseñanza. El hermano mayor, Pedro, tuvo que huir de Oviedo para salvar la vida. El hermano mediano lo intentó y fue interceptado en Salas. Con solo once años, Ángel González fue el encargado de darle la noticia a su madre: «Ángel salió del Palacio Episcopal con paso muerto en busca del grito desgarrador de su madre, un aullido desesperado que lo estaba aguardando en casa, que se iba a producir cuando subiese las escaleras, llamase a la puerta y le mirase a los ojos, infectados ya por el estupor de Manolo».

Es sin duda uno de los pasajes más intensos del libro y en él se advierte bien la óptica novelística escogida por Luis García Montero para armar esta biografía: una mirada que mezcla la historia y la literatura y que aspira a transmitir, además de los hechos, una enorme carga de emotividad. En el capítulo diecisiete del libro -«Porque hemos llegado al capítulo 17, y debemos recordar y contar historias difíciles de recordar y de contar, historias de un pasado que se acerca por la espalda, incluso cuando uno quiere esperarlo, reconocerlo, mirar de frente sus ojos»- vemos a un niño atravesando una ciudad enloquecida: el futuro poeta doctorándose en desamparo: «A medida que cruzaba la ciudad, Ángel se sentía más solo y más perdido, culpable de la muerte de su hermano, como si él fuese la causa del dolor, el responsable de las balas que habían acabado con él».

Tras la guerra, la derrota y la enfermedad. Ángel González enfermó gravemente de tuberculosis y se trasladó a Páramo de Sil, en León, un lugar adecuado para los enfermos respiratorios. Allí fue donde el joven comenzó a leer en serio y afianzó su vocación poética. Los primeros versos surgieron en la correspondencia con sus amigos de Oviedo, Paco Ignacio Taibo y Manuel Lombardero: «No sé por qué / me ha conmovido tanto, / la historia de tu novia / con calcetines blancos».

Después llegaron los estudios de Derecho y el viaje a Madrid para conquistar el trono de la poesía. No tardó mucho el aspirante en darse cuenta de que, en los años cincuenta, vivir de la literatura no era algo a lo que pudiese aspirar alguien como él. Del primer texto que le encargaron, un inocente artículo sobre el Ateneo, la censura fulminó tres cuartas partes. Pero esa es otra historia.