vuelta de hoja

La rendija

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No hay que exagerar. No es que se haya abierto una puerta a la esperanza, sino un resquicio. Tenemos tantas ganas de ver claridades después de la noche oscura del alma, que dijo San Juan de la Cruz, y de la noche oscura del empleo, que dirían los líderes de los pacientes sindicatos, que la llegada de un poco de luz nos parece un deslumbramiento. La caída del paro, tras trece meses que se nos han hecho mucho más largos, en especial a los caídos en el combate laboral, nos ha alegrado a todos. No por igual. El PP cree que hay que descontar el «maquillaje electoral» y la benevolencia del verano, que siempre logra una especie de amnistía con los pobres. Pero el hecho de que haya menos gente los lunes al sol debiera ser saludado jubilosamente por todos. No parece que sea así: hay patriotas que desean que las cosas empeoren, más que nada para demostrar que ellos pueden salvar a la patria.

La esperanza considerada como una virtud teologal, es decir, de la ciencia que trata de Dios y de sus atributos y perfecciones, o sea de una de las ramas de la imaginación de los hombres, es lo único que evita la desesperación, aunque el que espera desespera inevitablemente. No le cerremos las puertas porque entonces no hay rendija posible. ¿Cómo puede alegrarse alguien de que las cosas vayan algo mejor? Y lo que es aún más grave ¿cómo puede deplorar que no continúen empeorando para que sean más creíbles sus soluciones?

En tierras de La Mancha, que aprovechando que no hay curvas me he recorrido en otras épocas de mi vida, aprendí un dicho popular: «con qué poco nos conformamos los pobres: con que la azada nos salga buena». Para comprobar que ese instrumento ha sido bien diseñado necesitamos que haya trabajadores. No vagos involuntarios.