CUADERNO DE NOTAS

Todos los azules el azul

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L a propuesta de James Turrell en el NMAC requiere algo más que palabras para ser descrita. Puedo detallar los pasos, intentar explicar los espacios y los materiales, pero es preciso dejar a la imaginación todo lo demás, a pesar de que es lo esencial de la obra.

La primera sorpresa es la dimensión de este Second Wind 2005, que surge en medio de la hermosa dehesa de Montenmedio como una construcción procedente de una civilización antigua, como una fantasía mítica: una portada rojiza excavada en una elevación de terreno cubierto de hierba verde. Sobresale una breve cúpula negra, enmarcada en un hueco cuadrado pero con una suerte de forma triangular, que remite a una pirámide invertida.

Un camino negro, como asfaltado, da paso al espacio interior, donde ya la cúpula muestra una forma de vasija ancestral, recubierta de losetas negras, en contraste con unos paramentos de cemento teñido de rojo -como la tierra de la Arizona del Roden Crater, la gran obra in progress de Turrell-, que descansa sobre una piscina de aguas esmeralda, rebosantes por un murete negro y brillante hacia un canalón que al anochecer se ilumina de azul añil. El suelo es ahora un granito rojizo sin pulimentar. Los cuatro elementos, el agua, la tierra, el fuego, el aire, se hacen presente en torno al espectador, que ha de recorrer, como en una peregrinación, el camino en torno a la stupa.

Allí, bajo una cúpula blanca presidida por un óculo que recuerda al del Panteón romano, una bancada recorre el espacio adosada a la pared. El asiento está inclinado hacia atrás, para facilitar la actitud de contemplación del cielo que se muestra en el gran ojo y que se refleja en el suelo, justo debajo, en una pieza azulada, como su espejo.

A partir de ahí, es preciso abrirse a la experiencia de la luz que Turrell ha dispuesto, con la ayuda del crepúsculo pero con una sabia y precisa ingeniería lumínica, que combina técnicas avanzadas y diversas -neón, led-, pero que, como en los buenos espectáculos de magia, es mejor no conocer.

Durante 45 minutos todo será ver y sentir. Por el ojo de la stupa pasa el azul profundo, aunque fuera el verdadero cielo es grisáceo, y el interior de la cúpula se ilumina suavemente en tonos que varían a medida que el óculo va mostrando todos los azules, pero también los verdes, los anaranjados, el oro, el lila, el violeta, de nuevo el azul, y pasan algunos pájaros y se ven salir algunas estrellas.

El viento que azota los árboles en este atardecer pone una banda sonora singular, entre monumental y épica, al espectáculo de la luz. El final resulta espectacular. Sobrecogedor. Y no cuento más. Quizá haya dicho demasiado y de manera ingenua o simplista. Lo mío, a fin de cuentas, no es más que periodismo. Hay que ir a verlo y, sobre todo, a sentirlo.