editorial

Limpieza limitada

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Barack Obama reiteró ayer su compromiso de cerrar Guantánamo, lo que supone que sigue dispuesto a «limpiar el caos» con el que identificó la política antiterrorista de la Administración Bush y los inéditos desafíos legales que ello supone. Pero el plan que ha presentado para tratar de resolver la situación cuando menos alegal en que se encuentran los 240 presos aún detenidos en el penal cubano evidencia no sólo los límites a los que se enfrenta la nueva Casa Blanca para enjuiciar bajo las reglas de la democracia y el Estado de Derecho lo que se obtuvo por medios irregulares o ilícitos. Demuestra también los escollos políticos a los que se enfrenta Obama para conjugar una estrategia de defensa de la seguridad nacional con la convicción de que la misma debe ceñirse a los requisitos de la legalidad, tanto para estar legitimada como para ser verdaderamente efectiva. Unos obstáculos que se reflejan en la negativa de la Cámara de Representantes a movilizar los fondos necesarios para clausurar Guantánamo, lo que complica la promesa de Obama de cerrarlo para 2010 y le sitúa frente a una corriente partidaria y de opinión, también en el seno de los demócratas, muy reacia a revisar la política de Bush y a dejar de interpretarla como una alternativa necesaria, al margen de sus eventuales excesos, para la seguridad frente al terrorismo.

El proyecto por el que se dividirá a los presos de Guantánamo en cinco categorías, en función de las cuales serían enjuiciados por tribunales federales estadounidenses o por comisiones militares más garantistas, entregados a otros países, trasladados a prisiones de máxima seguridad o puestos en libertad, trata de poner orden legal al oprobioso galimatías en que se han convertido los encarcelamientos. Pero ello no libera al Gobierno norteamericano de la contradicción que supone mantener retenidos o impulsar procesos penales contra todos aquellos que, más allá de la sospecha razonable que pese sobre ellos, fueron capturados por métodos incompatibles con las leyes internacionales y que el propio Obama pretende ahora desmantelar. Su decisión de que debe ser el Congreso, y no una comisión de la verdad, el que fiscalice si la Administración Bush vulneró los valores nacionales resulta coherente con el largo compromiso democrático de las instituciones estadounidenses. Pero la fortaleza del mismo dependerá de hasta dónde llegue la revisión de lo que no todos los norteamericanos consideran intolerable.