la trinchera

Virus

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El profesor John Seale ha sido el primer científico de renombre en apuntarse a la teoría de la conspiración. Dice que la gripe porcina que amenaza con taparle la boca a medio planeta lleva años silenciosamente desatada, que provoca un índice de mortalidad mucho menor que la gripe normal y que sólo los que vivan en países pobres, estén muy mal alimentados o sufran alguna insólita complicación, tienen algo que temer. También dice, en el Sunday Express, que cada vez que a determinadas multinacionales farmacéuticas no les salen las cuentas estalla una alarma vírica global que siembra el pánico, pero que acaba justo cuando los gobiernos les compran toneladas y toneladas de un raro medicamento que, curiosamente, ellos producen para stock.

Cualquiera sabe si Seale es un escéptico visionario o un paranóico con título. La prensa de EE UU llamó a Patarroyo «falso genio, egocéntrico y vanidoso» cuando denunció que matones de los grandes laboratorios europeos habían asaltado su clínica colombiana. Después descubrió la única vacuna relativamente eficaz contra la malaria, regaló la licencia de explotación al mundo entero y pasó a ser un reputado filántropo sobre el que hoy no recae el menor asomo de sospecha.

Aunque quizá el caso de científico loco más llamativo sea el del doctor Jacob Segal, ex director del Instituto de Biología de Berlín, que afirmó que «cualquiera que conozca el virus del Sida sabe que sólo puede ser producto de una manipulación genética».

Justifivado o no, el miedo a la pandemia crece de forma proporcional a sus beneficios. No es para menos. Van 20 muertos. Los mismos que mata el paludismo cada media hora en cualquier rincón de África. Pero, claro, ése es sólo otro mal de negros. Controlado e inofensivo. Tolerable, si en vez de ponernos la mascarilla en la boca la dejamos donde está. Sobre los ojos.