Sociedad

Lo que hay que aprender

María Fernanda D'Ocón brinda una lección de maestría interpretativa en 'Mi hijo y yo', la obra que puso en escena en el Falla

| CÁDIZ Actualizado: Guardar
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Una referencia importante para el espectador a la hora de valorar el trabajo de los actores es la forma en que estos logran proyectarnos las emociones de los personajes que interpretan. Según uno de mis maestros, hay dos formas de interpretar un papel en el teatro: existen los actores de vivencia y los de representación. En el caso de los primeros, la metodología se basa en asumir el reto de crear al personaje analizando las causas que producen sus reacciones; una vez analizadas, la tarea consiste en vivir en escena las situaciones ficticias de la obra cómo si se tratase de la vida misma.

Por otro lado, los actores de la llamada escuela de representación, asumen su trabajo de forma que el espectador perciba las reacciones de los personajes sin que el actor esté vivenciando necesariamente lo que sucede a su personaje; es decir, basan su creación en aquello que debe ser por completo reconocible para el espectador (llanto, risa, enfado, tristeza etc.). A este tipo de actores, -que también se les ha llamado actores de la vieja escuela-, no se les pide necesariamente que vivan el papel, sino que cumplan con el periplo emocional de su personaje aunque esto sea sólo en apariencia pero no faltos de una depurada técnica.

Mi hijo y yo es una obra entrañable que retrata muy bien el mundo de soledad de una madre que se encuentra lejos de sus hijos. Enmarcada a finales de la 1ª guerra mundial, nos cuenta la historia de la señora Sullivan y de un soldado al que adopta como hijo suyo. Con un aire nostálgico y esperanzador a la vez, la puesta en escena es demasiado correcta y sin aportación estética de ningún tipo. Con trazo simple y a veces poco imaginativo, el montaje es sobradamente convencional y clásico. Las interpretaciones de todo el elenco son ejecutadas en el tipo de interpretación que hemos denominado de representación; y tal parece que el montaje está planteado desde la única pretensión de dar lucimiento a su actriz principal. Afortunadamente para la obra, D'Ocón cumple con creces las expectativas del montaje. Si en algo podemos valorar el espectáculo es sin duda, por el trabajo del grupo de actrices. En sus interpretaciones no hay grandes efectos ni artificios, tampoco actuaciones brillantes ni momentos memorables, pero si un grupo de expertos de la escena que saben hablar sin micrófonos, que saben hacer pausas y silencios, que dominan con pulcritud los mutis de escena y las entradas, que saben gesticular y modular un texto y dar ritmo a una obra que es defendida estoicamente por un reparto ya entrado en años.

Ojalá las nuevas generaciones de actores tomaran nota de lo que significa plantarse en un escenario y saber decir un texto. Me pregunto lo que pasará cuando desafortunadamente desaparezcan estos maestros de la vieja escuela que se aferran apasionadamente a su modo de hacer y entender el Teatro.