CRÓNICA DE LA CORRIDA DE ARLES LA FICHA

Padilla, coloso ante los Miura

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

La corrida de Miura fue un notable espectáculo. Cinqueños y cuajados, hondos, serios por todos sus perfiles, los seis toros llenaron con su intimidante presencia la plaza. Como si invadieran el gran circo romano de Arles. La corrida estuvo siempre donde estaba la fiera. Cada una de ellas. Padilla , a sus anchas, despampanantemente seguro, dueño de la escena, le cortó las orejas al cuarto. Rafaelillo perdió una y tal vez las dos del segundo tras una faena de lindo encaje, temple, arrestos, fuelle y hasta buen compás. Julien Lescarret, debutante en una miurada, le cortó una meritoria oreja al primer miura que mataba en su vida, un inmenso toro salinero de anchísima cuna y cabeza descomunal que salió andarín pero no revoltoso.

Los seis miuras salieron como a plaza tomada y casi todos zurcieron de partida a cornadas el primer burladero donde remataron o donde fueron reclamados. Todos sacaron la prontitud característica de la ganadería. Casi todos bramaron en un momento dado. Un lamento desolador que encoge el alma. Los seis se emplearon en el caballo sin resistencia ni desgana. El segundo de corrida sangró lo indecible y acabó dejando rastros y rastros de sangre por toda la arena. A pesar de la sangría, el toro, atento, estuvo al engaño sin recelarse. El primero de la tarde, el que más veces se estrelló contra las tablas de salida y el que con más saña fiera corneó las tablas, pareció domarse después de castigado en el caballo. Fue toro con fijeza, pero escarbó, no descolgó propiamente y por eso parecía a ratos frenarse. Padilla , en excelente forma física, lo manejó con habilidad de veterano, lo lidió y lanceó con fácil seguridad, lo banderilleó con fortuna y acierto, lo pasó de muleta sin dejarse ver no sorprender y lo mató sin rigor de estocada caída al segundo viaje.

La corrida fue un mosaico policromado: castaño lombardo el primero, sardo el segundo, salinero el tercero, negro mulato el cuarto, cárdeno burraco y botinero el quinto, negro girón el sexto.

El sardo segundo que tanto sangró tuvo son bueno, humilló y repitió, y Rafaelillo, tranquilo, bien colocado, la muleta por delante, supo sacar sereno los brazos, ligar con calma y gobernar los viajes. Con la plaza volcada, sin embargo, el torero murciano atacó con la espada en la suerte contraria, el toro esperó sin ayudar ni pasar, se demoraron la estocada y la muerte -de bravo- y sonaron hasta dos avisos. Sensible, el público supo reconocer los méritos de la faena.

El toro salinero, barrigudo, imponente, fue un punto andarín, pero tuvo una virtud: venirse de largo y, sin humillar propiamente, meter la cara. Lescarret se descaró precisamente de largo y, en los viajes del toro a favor de querencia, aguantó los embroques, bajó la mano y vació las embestidas. Emocionante, por tanto. En los momentos de apuro, Lescarret supo defenderse, salir de la zona de peligro sin descomponerse. Sin forzar al toro, que fue dueño de la pelea pero sin que Lescarret fuera por eso víctima. La fragilidad del torero era parte de su gracia.

Padilla puso la luna de canto en el cuarto toro. Pretendió dejárselo crudito con sólo un puyazo. No accedió el presidente.

Tres pares de banderillas de laborioso encaje porque, muy en Miura, el toro lo veía venir, lo esperaba y cortaba, pero Padilla se empeñó y clavó los tres pares, arriba los tres. El tercero fue un «les deux d'une main», o sea, un violín. Muy afinado. La faena tuvo su parte de cuerpo a cuerpo, su fondo de poder, sus sabios toques, el buscar y encontrarse imaginables en un torero tan profesional y tan curtido en esta clase de combates. Música, jaleo, Padilla en salsa picante. Y una estocada de memorable efecto, porque el toro salió casi rodado del embroque. Se resistió el palco a la segunda oreja, pero el pueblo la exigió con fuerza.

El quinto fue el toro de la corrida: el de más viveza y belicosa correa, un agitador en constante ataque de tensión. Le costó a Rafaelillo encontrar el cómo, pero acertó a asentarse, a no dejarse ganar por la mano. Sufriendo un poquito el torero, que no perdió la moral. Ni tampoco al toro la cara. Muy tendida media estocada sin muerte. No se descubrió el toro cuando Rafaelillo tomó el descabello. Acierto al quinto intento, con el toro barbeando tablas con feroz resistencia, otra vez cayó el segundo aviso, pero de nuevo la gente reconoció el carácter de Rafael. El sexto, muy bien picado por Rafael Sauco, hizo cositas de manso, pero fue toro manejable por las dos manos. Lescarret, vacilante al principio, se fue confiando poco a poco. Hasta cierto límite. Combate nulo. Sonó el segundo aviso cuando caía el toro.

Dos horas y media de festejo. Llevaba lloviendo en Arles treinta y seis horas seguidas, se había suspendido o aplazado hasta tres festejos de esta Pascua pasada por agua y con la llegada de Miura escampó. Encantada por todo la inmensa mayoría. Diez mil almas.