CRÍTICA DE TV

Jane

Es (era) esa chica del común que se había hecho famosa por participar en la edición británica de Gran hermano. Tanto creció su fama que hasta escribió una biografía y lanzó una línea de perfumes. Le habían diagnosticado un cáncer que Jane se encargó de convertir en argumento de popularidad, un auténtico reality-show.

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Finalmente ese cáncer se la ha llevado. Tenía veintisiete años. Jane Goody era un prototipo casi perfecto de la Europa real, que tiene poco que ver con la de Bruselas y Estrasburgo: hija de familia rota (los técnicos dicen desestructurada), malcriada en un suburbio, zafia y grosera, de una ignorancia sin límites, inevitablemente racista, seducida hasta la ceguera por la fama y el relumbrón de la tele y el show-business La televisión la sacó del arroyo; le dio fama y dinero. Después, la televisión la usó como reclamo comercial hasta más allá de la indecencia. Ella, deslumbrada, se dejó. Mercadeó su cáncer. También mercadeó su matrimonio, hace un mes; era su segunda pareja. Jane ha sido una criatura de nuestro tiempo incluso en la causa de su muerte: un cáncer de útero, esa especie de microplaga contemporánea que los políticos de todas las latitudes intentan frenar -sin éxito- inundando el planeta con preservativos y comercializando vacunas contra el papiloma. Las heroínas populares de los setenta morían de sobredosis de droga; las heroínas populares de la próxima década morirán de una sobredosis de coitos aleatorios. Oh, por supuesto: nadie ose poner en solfa la permisividad sexual, esa dulce conquista del 68. Hay cosas que nadie puede decir sin hacerse sospechoso. Por eso ya no se hace crítica social, sino sólo costumbrismo. Quizás Jane haya muerto pensando que ha visto realizadas sus máximas aspiraciones en la vida: fama, dinero, popularidad televisiva, la atención de todo el mundo depositada en ella, el fin de la agonía gris del anonimato de masas Qué tristeza. En todo caso, quedémonos con lo mejor del último acto: su rostro. La crónica dice, sin embargo, que lo último que hizo en vida fue bautizarse y bautizar también a sus dos hijos. Prescindamos de los labios y resaltemos lo demás: el gesto imponente del que dice adiós para siempre. En el dolor siempre hay dignidad. Quien lo probó, lo sabe.