EL RAYO VERDE

El canto del cuco

Una vieja leyenda que circula por el mundo rural profundo de la comarca de la Janda, que en mi familia se transmite de generación en generación, dice que quien oye el canto del cuco ya no se muere ese año. He intentado buscarle sentido a esa historia que, miren por dónde, no me atrevo a despreciar como una superstición, porque cada año, cuando suena de pronto en los pinares conileños como si fuera el reloj que le emula, -«cu-cu, cu-cu»- todos nos avisamos con cierto y disimulado alivio. Incluso noto cómo los niños advierten a los mayores, con esa clásica angustia que acompaña siempre a los hijos respecto a la muerte de los padres, y me recuerdo a mí misma alguna primavera esperando que sonara para, a mi vez, garantizarme la supervivencia de los míos, un año más. Será absurdo, sí, pero mi padre no llegó a oir el cuco aquel invierno fatal, el terrible y amargo febrero que se lo llevó por delante.

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Supongo, y es la única teoría que se me ocurre para explicar esta historieta, que en aquellos vetustos cortijos de grandes estancias, patios cuadrados, gañanías, almacenes y establos fríos, sin luz ni agua corriente por lo general, sin neveras ni lavadoras, sin supermercados a mano, ni hospitales, ni apenas carreteras, cuando nuestros ancestros oían el canto del cuco sabían, sin necesidad de Meteosat, ni siquiera de calendario, que el duro invierno iba de paso y que habían conseguido sobrevivirlo. A partir de entonces, el sol calentaría más a menudo, la tierra empezaría a dar sus frutos y habría más de comer; y cosecha que recoger y vender, dinero que ingresar para aguantar el nuevo ciclo que empezaría otra vez, acto seguido.

De manera que el cuco, un pájaro por lo demás rastrero, que se dedica a robar el nido a las demás especies, no sólo trae consigo la primavera, un año más, y una cierta promesa de inmortalidad, al menos un pequeño quiebro a la muerte, sino que también trae la memoria de lo que hemos sido, hasta hace no tanto tiempo. Gente dura, seca, austera, vinculada al ritmo de las cosechas y al latido de la tierra, preparada para vivir con lo que hubiera.

Luego pasamos a habitar en ciudades, tuvimos coches, teléfono, televisión, capacidad adquisitiva. Comprábamos cada temporada algo de ropa nueva, lo justo y necesario, y comíamos con disciplina de la cocina familiar, sin caprichos, pero cuatro veces al día. Sin embargo, en algún momento perdimos el sentido de la medida y empezamos a consumir como locos, a ganar y a gastar cantidades imposibles, fuera de nuestras posibilidades, a destrozar la tierra tanto como la ética, la estética, nuestros estómagos y hasta la lógica y el sentido común.

Si esta crisis, como dicen algunos teóricos, es un rito de paso del final de la modernidad, es preciso hacerlo bien y, quizá, dejarse llevar por algunas intuiciones arcanas, ya que los científicos y expertos han sido tan obtusos a la hora de detectarla o evitarla como lo son ahora para resolverla: soluciones no sólo económicas, pero sí a la escala de las personas, para lograr una sociedad más sana, sabia y llena de sentido.

Por eso ahora que suena el cuco y no nos hemos muerto, apetece volver los ojos a la tierra y mirar hacia la vida que se abre paso, a pesar de todos los malos augurios, de los torpes, los ambiciosos, los miserables, y confiar en que se haga realidad el machadiano milagro de la primavera. Hay otros valores, que no cotizan en Bolsa.

lgonzalez@lavozdigital.es