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Protocolo

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En esta ocasión no me refiero al significado notarial de esta palabra ni a su sentido ceremonial, sino al uso que, en la actualidad, se ha generalizado en la informática y que, rápidamente, hemos aplicado a las enseñanzas. Tengo la impresión de que muchas de estas nuevas técnicas didácticas no ayudan demasiado para que los alumnos ejerciten el pensamiento, el cálculo y la imaginación, unas destrezas que, en la actualidad, son difíciles e imprescindibles. Con excesiva frecuencia, los profesores nos limitamos a proporcionar recetas, fórmulas estereotipadas que, como las etiquetas y las marcas, son fáciles de memorizar y de usar pero que, debido a su simplificación, impiden el planteamiento y la solución de los múltiples y complejos problemas que hemos de resolver en el ejercicio de las diferentes profesiones e, incluso, en las actividades de la vida familiar y social.

Las ventajas indudables que nos proporciona el uso -inevitable y generalizado- de los ordenadores tienen, sin duda alguna, unos inconvenientes que, a mi juicio, son más graves de lo que a primera vista nos puede parecer. El empleo de los protocolos, esos programas que, de manera automática, nos permiten intercambiar datos en Internet, hace que perdamos unas habilidades que son útiles y necesarias para desarrollar con facilidad gestiones de la vida ordinaria. La consecuencia de la facilidad y de la rapidez que nos prestan las calculadoras en la realización de operaciones aritméticas, por ejemplo, es la inhibición y, a veces, el anquilosamiento de los hábitos de pensar, analizar, comparar, sintetizar y reflexionar.

Pero, si es negativo que, debido al empleo permanente de estos aparatos, tengamos dificultades para sumar, restar, multiplicar o dividir, mucho más grave es, a mi juicio, la pérdida de la habilidad de leer -descifrar, interpretar y valorar- los textos y la vida. No solemos advertir que esos tets que se están generalizando en los exámenes e, incluso en las oposiciones de titulaciones médicas y humanísticas como la Lingüística, la Literatura, el Arte o la Psicología, no sirven para medir la complejidad de la mayoría de las situaciones humanas. Cada vez más estamos olvidando que una adecuada formación profesional implica el desarrollo de la capacidad de escuchar atentamente, de contemplar los detalles y de analizar los matices.

La enseñanza se está contagiando de las prácticas a las que nos acostumbra las técnicas publicitarias que nos domestican para que traguemos mensajes formulados en términos imperativos en los que sólo se incluyen invitaciones para que actuemos sin pensar. La consecuencia es que los alumnos leen obras literarias sin profundizar, sin emocionarse y sin disfrutar.

Si un protocolo es un método útil para que dos ordenadores se comuniquen entre sí, no siempre sirve para que dos personas se respeten, dialoguen, se entiendan y se comprendan. Las respuestas estandarizadas, a veces, ocultan, enmascaran y, por lo tanto, despistan en la búsqueda de remedios eficaces. A mi juicio, la lectura debe estar hondamente arraigada en la dura experiencia personal e íntimamente amasada en un permanente monólogo interior. Por eso deberíamos invitar a los alumnos para que profundicen en sus experiencias lectoras y para que se atrevan a pensar.