EL MAESTRO LIENDRE

Todo es mentira

La mayoría del personal dedica toneladas de indiferencia a los grandes proyectos, da por hecho que nunca se cumplen los planes ni los plazos

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Los medios de comunicación convencionales, por esa mezcla de inercia y desorientación que por primera vez amenaza su existencia, dedican litros de tinta, centenares de minutos de audio y video, a los grandes proyectos urbanísticos. El criterio común entre periodistas y articulistas es que las grandes obras afectan directamente a una enorme cantidad de ciudadanos y que, por eso, les interesan. Se supone que los grandes edificios públicos, los aparcamientos, las avenidas, los reasfaltados, polideportivos y estaciones tendrán a los lectores como futuros usuarios y, por tanto, cabe creer que están atentos a los anuncios de los proyectos, sus plazos, retrasos e inauguraciones. Se da por hecho que utilizarán todos estos equipamientos y que, además, sufren en primera persona las inevitables molestias.

Los medios de ámbito local y provincial, ni mucho menos los gaditanos únicamente, aún acusan más esta querencia. Cualquiera que haya pasado alguna temporada en Málaga, Granada o Sevilla sabe qué cantidad de palabras (escritas o emitidas) se han llevado proyectos de metro, grandes museos, autovías de circunvalación...

Esta semana, la sensación ha regresado. Emisoras o diarios se han afanado en desgranar eso que se llama PGOU (Plan General de Ordenación Urbana) y, sin descanso, las obras ligadas al Doce. Tantos planes, tan difusos y complejos, que cada cual apuesta por dar a conocer uno distinto, explicarlo y compartir el asombro puesto que, en teoría, todos son novedosos.

Unos días más tarde, en el Pleno que pone en marcha toda esta maquinaria administrativa pesada llamada PGOU, resulta que apenas hay público. De tres espectadores, dos eran ex concejales y afiliados. La discusión, presuntamente capital para el futuro de la ciudad, es incapaz de arrastrar a un solo ciudadano raso a San Juan de Dios.

Durante las vísperas, se habló de un nuevo gran centro comercial en Zona Franca, del cambio del sentido del tráfico de todo el perímetro del casco antiguo, de viviendas sobre pilotes en el mar, de la declaración de La Caleta como patrimonio natural... todas son ideas que, de una en una, provocarían grandes titulares y miles de conversaciones de barra... siempre que alguien las creyera.

LOS PRECEDENTES

La distancia entre lo que los dirigentes políticos creen que deben hacer, lo que los periodistas creen que deben transmitir y el interés de la mayoría de la gente crece sin cesar. Empieza a tener proporciones de agujero negro. Puede que los tres grupos mencionados tengan parte de responsabilidad en el progresivo distanciamiento; a primera vista parece lamentable.

Al margen del reparto de responsabilidades, hay una evidencia. La indiferencia nace de la certeza de que nadie se cree nada. La mayor parte de los ciudadanos, muchos de los periodistas que transmiten esos planes y los dirigentes institucionales que los proponen están convencidos de que no van a salir, o que serán inaugurados dentro de tanto tiempo, con tanto retraso, que cualquier discusión que se plantee ahora es intrascendente.

Estaríamos hablando de edificios a los que nunca se podrá entrar antes de doce años, por más que esté anunciada su inauguración para dentro de tres. Damos por perdido el partido antes de empezarlo. En todos los eslabones de esa cadena se ha instalado la convicción de que todas las obras se retrasan, de que un tercio de ellas se modifican hasta ser irreconocibles y de que la mitad se quedan en el cajón.

Muchos peatones han tomado la costumbre de agradecer, con un gesto de la mano, a los conductores que se detienen en un paso de cebra. Aunque sea la obligación de los automovilistas, debe de ser tan infrecuente que parece merecer reconocimiento. El día que una gran obra concluya en Cádiz más o menos en el trimestre previsto, los responsables públicos pedirán una ovación, un premio por cumplir con su obligación, como el que frena ante los que cruzan espera ya un saludo.

Tan es así, que las instituciones colocan placas para recordar que han cumplido con su deber al transformar las ratoneras de las infraviviendas en pisos normales. Incluso, cuelgan carteles que festejan, como diplomas, que se ha culminado el 25% de una obra, como si nadie lo esperase.

EJEMPLOS NUEVOS

Para comprobar la incredulidad que provoca cualquier frase que incluya la palabra «urbanístico», puede repasar cualquier lector, los proyectos que se quedaron atrás sin que nadie rechistara. Puede intentar recordar, cualquiera con la ayuda de google o la hemeroteca (física o digital), las grandes obras que ni siquiera arrancaron o cuyo final se anunció para fechas anteriores a 2005 y todavía están en marcha. Con este vicio convertido en costumbre aceptada, resulta lógico que el Doce (parte de cuyo atractivo era ser excusa para terminar y mejorar infraestructuras) no cale o que un PGOU le resbale a cualquier ciudadano que ya no está por la molestia de volver a creerse esos proyectos. Pedro y el lobo convertidos en dogmas de fe.

Nos hemos acostumbrado a que nos hablen de grandes proyectos que no tienen financiación, que cuentan con una enorme inversión privada que nadie ha buscado siquiera, que no han pasado filtros administrativos que luego los tumban o que se desvanecen porque una de las administraciones que había suscrito el acuerdo cambia de opinión arbitrariamente. Esta semana, Rafael Román ha sido levemente amonestado por su partido por decir en público lo que todo el mundo piensa hace meses: que las obras del Bicentenario no van a estar a tiempo. Al PSOE no le conviene el mensaje. Que pueda ser cierto o no, resultará secundario para los que viven de las siglas, pero es lo primordial para los demás.

Si el extendidísimo vaticinio del portavoz socialista se cumple, ya nadie creerá nunca nada en un pueblo tan viejo y desconfiado. Da igual lo que se anuncie, todo el mundo lo mirará fugazmente y con desdén, a sabiendas de que sólo hay una posibilidad entre cien de que vea la luz en el tiempo previsto. Los pocos ilusos que puedan quedar, claudicarán.

Los representantes institucionales se han acomodado a plantear grandes proyectos sin comprometerse, sin poner en riesgo su crédito ni su trayectoria si no salen, si acaban mal o se retrasan tres lustros. Los medios de comunicación se han habituado a transmitirlos sin creérselos y sin esperar que nadie crea en ellos. Los ciudadanos se han acostumbrado a no pedir cuentas por los incumplimientos crónicos, quizás porque ya los consideren inevitables. La gran recesión puede servir de excusa ahora, pero nos conviene recordar que esta situación se ha dado en Cádiz durante los últimos 20 años sin que existieran los ahora cacareados y muy aprovechables «problemas de financiación».

La clave no es que estos asuntos sean aburridos, menores o intrascendentes. Poco puede interesar más a un vecino que lo que sucede en sus plazas más cercanas. El conflicto está en la desconfianza crónica, mutua y justificada. Hemos llegado a la conclusión de que todo es mentira, siempre, y de que los embustes, los incumplimientos, salen gratis.

Así sólo podremos construir una cosa: desilusión.