SOMOS DOSCIENTOS MIL

Una carpa común

Leo entre las páginas de LA VOZ de este fin de semana, la noticia que se hace eco del trabajo efectuado por la Guardia Civil de Cádiz que, a través del Servicio de Protección de la Naturaleza, intervino un total de 300 ejemplares de carpa común europea, los cuales se ofrecían como premio en uno de los stands ubicados en el palacio de exposiciones de Ifeca, con motivo de la celebración de Juvelandia. La noticia me habría pasado desapercibida, salvo por el hecho de que la intervención del Instituto Armado se produjo gracias a la denuncia efectuada por miembros de la Sociedad Protectora de Animales de Cádiz, así como por Ecologistas en Acción, quienes, en una visita privada a dicho evento, observaron tan terrible desaguisado legal.

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Antes de continuar ahondando en el tema, debo confesar que entre mis carencias se halla el desconocimiento absoluto sobre todo lo relacionado con los peces, salvo aquellas nociones recibidas gracias al visionado de la película Buscando a Nemo. No sé nada sobre la vida de un pez, no me atrae ir de pesca, ni entiendo que una persona se pase toda la tarde a la espera de que, tras lanzar un hilo y un anzuelo al agua, pique algún incauto pescado. Sé que esto es una simplificación de lo que para muchos se denomina «el arte de la pesca», que lamento no entender aunque respete profundamente. Cuando tantos practican tal actividad, algo debe tener que yo soy incapaz de hallar.

Más, aunque mi ignorancia en temas relacionados con los peces está más que confesada, si poseo la fantasía necesaria como para soñar y poderme introducir durante unos minutos entre las escamas de un pez. Y realizada tal destreza mental, no puedo por menos que reconocer que mil veces prefiero que mi vida como pez se ciña a unos pocos meses, eso sí, rodeado del afecto, cariño y cuidado que me ofrece algún niño pequeño; a que mi vida sea más duradera en mitad de un río donde, con toda probabilidad, terminaré siendo engullido por otro pez mayor o por cualquier animal que aquel día me haya elegido como primer plato de su dieta.

Comprendo que no está bien regalar peces en una feria dedicada a la infancia, pero no puedo por menos que valorar las caritas de satisfacción de los pequeños, cuando el feriante les hacía entrega del pez. El animal se lograba introduciendo una pelota dentro de una pecera, y aunque es cierto que la pelota valía dinero -creo que dos un euro-, también es cierto que no resultaba difícil obtener el pez. De hecho el feriante hacía la vista gorda cuando un niño metía la mano un poco más, en su intento porque el pez le acompañara de regreso a casa. También es verdad que el pez no se entregaba en una pecera tamaño Océano Atlántico, pero dadas las dimensiones del animal, la pecera que se daba con el mismo parecía más que suficiente y, en proporción, no resultaba más pequeña que las soluciones habitacionales de treinta metros cuadrados propuestos por la Ministra para los seres humanos. Y aunque también es cierto que el pez estaba privado de libertad, tampoco considero tan excitante la vida de la carpa común como para preocuparnos en exceso por el futuro inmediato de estos peces.

Supongo que las fechas que vivimos y la letra del villancico aquél que dice «pero mira como beben los peces en el río», es lo que habrá llevado a los concienciados ecologistas a denunciar ante la Benemérita tal tamaño delito, ante el que surgen mil preguntas: ¿soy cómplice del delito? Confieso que me hallo entre los ilegales, pues mi hija obtuvo un pez, que por cierto vive placidamente en su pecera situada en el salón de casa, cuya agua se cambia diariamente, y al que con puntualidad británica se da de comer. ¿Debo soltarlo en el río Guadalete para que se desarrolle libremente entre las fétidas aguas del mismo ? Si en una feria en la que se divierten más de cincuenta mil niños la noticia es un pez de diez centímetros, me temo que hasta los ecologistas denunciantes están perdiendo el rumbo