La moda francesa del XVIII lo invadió todo y las mesas de las familias acomodadas. / LA VOZ
Sociedad

Navidades en la mesa de La Pepa

Los archivos guardan las recetas que se cocinaban en la corte de los Borbones durante la traición de Bayona

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«El descubrimiento de un nuevo plato es de más provecho para la humanidad que el descubrimiento de una estrella», argumentaba Brillant- Savarin. El gusto por darse un atracón en estas hechas no es nuevo. El siglo XVIII fue un momento de cambios paulatinos en el arte de la gastronomía, asentando las bases de lo que será la cocina moderna francesa de finales del XIX. Los primeros síntomas de cambio se produjeron tras la Guerra de Sucesión española, cuando se instaló en el poder la dinastía Borbónica.

La moda francesa del XVIII lo invadió todo y las mesas de las familias acomodadas -nobiliarias y por supuesto reales-, exaltaron con sus exornos el gusto por lo recargado con las puntillas y manteles de Brujas, cristalerías de Bohemia y vajillas de Segres compartiendo protagonismo con los nuevos servicios de té y café, de fruteros y soperas, jarras y candelabros, centros de mesa, saleros y vinagreras de origen francés.

Si el Palacio de Mansart, en Versalles, era inimitable, no lo era la forma de colocar las mesas, el modo en que se confeccionaban los dulces y las carnes, las distintas salsas, los cubiertos y vajillas e incluso el protocolo. En Cádiz, próspera en el comercio con Europa y con América. Ni faltaban los productos para realizar cualquier receta, ni los utensilios que las familias adineradas precisaban como símbolo de su situación económica, aumentando los pedidos que de estos productos se hacían a las navieras.

Normas y protocolo

Durante la Edad Media y Moderna, las normas protocolarias e incluso higiénicas y cívicas brillaron por su ausencia pudiendo decirse que devoraban y no degustaban los platos que se les servían.

Con la llegada de Felipe V a la Corte madrileña, llegaron cocineros y ayudantes franceses, lo que favoreció el enriquecimiento del mundo gastronómico, tanto en los ingredientes como en la forma de elaborar los distintos platos. Se pasó a reducir los elementos básicos y los condimentos a la hora de elaborar los menús. Las especias tan importantes en siglos anteriores empiezan a compartir protagonismo con las hierbas y plantas aromáticas insertas en nuestros ecosistemas y menos fuertes para la condimentación. Comienzan a realizarse reducciones de caldos, con la misión de concentrar los sabores en un deseo implacable por controlar cada uno de los elementos del arte culinario. Y sobre todo, se empieza a hablar de cocina, a imitarse en los resultados y los modos, fijarse en los ingredientes y procesos, tiempos y utensilios y a mostrarlo todo al exterior, haciendo gala de una buena presencia. La culminación de ese proceso estará en la aparición de los primeros restaurantes. El nombre de estos establecimientos procede del lugar donde se daba un caldo restaurador realizado con ave joven, clara de huevo y vino de Borgoña. Este mismo sentido de fórmula revitalizadora, lo adoptan las clases populares mezclando yema de huevo con azúcar y vino dulce de la tierra. Es el famoso candiel, dado a las recién paridas e hijos enfermos que llegaría hasta la posguerra española del siglo XX.

Comienzan a elaborarse y a consumirse complicadas, salsas en las que la mezcla de ingredientes venidos de fuera y los autóctonos enriquecerían el mapa culinario, aderezos con quesos italianos, mayonesas, mostaza, chocolate, anchoas, verduras e incluso frutas, compartieron al unísono platos hasta ahora increíbles de elaborar.

En los grandes salones regios, los cocineros y sirvientes franceses, acomodados con una servilleta en la cabeza a modo de gorro, se movían con espléndida soltura, causando malestar entre aquellos partidarios de una cocina más tradicional, que se remontaba a la época de los primeros Austrias. Rápidamente, el modo de proceder de estos expertos en cocina francesa se contagió por los salones y las villas de las clases más privilegiadas.

Concedieu, cocinero francés de fines del siglo XVII, trabajó junto al español M. Rodríguez en los fogones Reales en los años en que Carlos IV y su príncipe de la Paz Godoy se preparaban para la traición de Bayona.

El monarca, un apasionado de la caza, solía comer las piezas que él mismo había cobrado como eran los jabalíes, corzos y venados cocinados en adobo muy condimentado o asados en hornos de madera de olivo, -los más apreciados para conseguir el mejor sabor de la carne-. Codornices, perdices y faisanes, escabechados y estofados completaban los fabulosos banquetes ofrecidos tras la cacería.

Cada monarca tenía sus alimentos y platos preferidos que se recogieron por escrito para prevenir el buen avituallamiento del Rey si salía de Palacio. En 1805 F. Valeta y G. Álvarez escribieron una relación de estos platos preferidos por Carlos IV y su esposa, María Luisa de Parma, entre los platos más degustados destacaban el pavo relleno de castañas y salchichas, ganso asado, costillas de puerco esparrillado con salsa de cebollino, solomillos de puerco, morcilla frita, callos a la española, olla podrida, chanfaina para cenar y en todo momento grandes cantidades de chorizo cocido.

Solían servir una sola comida con hasta diez platos, dos tipos de sopa, cuatro platos trincheros, de carne de puerco, caza o ave; un entrante, un asado y un postre. Su esposa era una gran amante del arroz valenciano con ave y de la costrada española.

A principios del siglo XIX, la cocina francesa se había hecho un hueco importantísimo. Favre y Savorin asentaron las bases de la cocina actual en el que la calidad de los productos debe estar siempre por encima de la cantidad de los mismos.

Fernando VII, a pesar de ser un rey -al parecer con muy poco apetito-, le gustaba disfrutar de una mesa en la que se conjugaran productos de diversa procedencia: italiana, francesa e incluso inglesa. Al mismo tiempo que degustaba platos muy tradicionales como la olla podrida y los potajes. Caldos y sopas castellana, gazpachos y salmorejos andaluces. Concedieu intentó introducir en su dieta, además de las proteínas que las carnes le aportaba, el consumo de verduras y frutas, objetivo que no consiguió.

De lo que no podía carecer era del chocolate y de los dulces. Su nivel de glotonería estaría al mismo nivel que el de su poca audacia para procurar la salvación de la nación española.

Quizás, este consumo desmesurado de proteínas y la falta de actividad física, le ocasionó su terrible problema de gota. Prefería jugar al billar o a la lotería mientras degustaba dulces que pasear por el campo o incluso cazar.

El chocolate llegó a ser tan consumido entre las clases pudientes -hasta tres y cuatro tazas diarias, la mayoría de las veces con picatostes y bizcochos-, que la iglesia pensó en incluirla en el ayuno de la Cuaresma pero, temerosa del malestar que podía ocasionar, decidió no hacerlo.

El dulce y el buen vino

«El postre tiene que ser espectacular, porque llega cuando el gourmet ya no tiene hambre», apuntaba Alexandre Grimod de la Reyniere. Expertos pasteleros trabajaban en la Corte en la que, además, llegaban productos elaborados en pueblos y monasterios con recetas ancestrales como eran los turrones, hojaldrados, mazapanes, bizcochos de Saboya, barquillos de queso o de nata, huevos moles, almendradas, confitadas, compotas, pastillas, jaleas, y un largo etcétera. Éstos colocados en hermosas corbeillas se presentaban como verdaderas obras de arte. Todo ello a su vez regado con los vinos y bebidas espirituosas, preferidas de cada monarca. Burdeos, graves, moscatel de Málaga, pajarete seco, oporto, jerez, lagorime, champagne y ron.

Manjares gaditanos

Las clases populares no contaban con todos los productos procedentes del mundo y aunque los hubieran tenido, no habrían podido consumirlas por el escaso poder adquisitivo que poseían. En Cádiz, la mercadería existente que abastecía al grueso de la población, procedía de lugares cercanos a la misma. Carnes de la Janda (caza), embutidos y quesos de la sierra, pescados de la Bahía, vinos de la comarca, frutas y verduras de la desembocadura del Guadalquivir y aceites de Olvera. Los productos americanos como el chocolate, el tabaco, las frutas tropicales, condimentos, especias, o europeos como la pasta, los quesos, las salchichas, no llegaban jamás a las mesas de los más humildes. Incluso el pan francés, de agua o candeal variaba en los ingredientes utilizados para su masa. Desde el rico pan blanco de harina de trigo, al negro pan de harina de habas y cebada. El tipo de harina variaba según la escasez de la misma. Es probable, que el llamado pan de Cádiz (turrón), provenga de la evolución de la gastronomía árabe que empleaba la harina de almendra para fabricar repostería y que volvería a usarse en plena Guerra de Independencia, en momentos en que la harina de trigo escaseó. Juan de la Mata, en su libro sobre repostería, recoge en sus recetas de cómo fabricar turrones y bizcochos, la introducción de frutas escarchadas y secas dentro del mismo y combinar las harinas de ambas calidades para hacer un pan más dulce. Quizás una variación de lo que él llamó Pan de España.

Lo cierto es que la dieta básica de la población gaditana fue basada en caldos, sopas, legumbres y guisos, poca carne y de mala calidad, rica sobre todo en grasas, tocino, pancetas, chorizos o magros, entre otros productos.

A veces, todas ellas con algo de ave y repollo en lo que llamaban olla podrida. Sí fue mayor el consumo de salazones y pescados. Los más humildes sometidos a una dieta rigurosa de caldo a veces de nabos e incluso alpiste y pan negro apulgarado por el exceso de humedad.

«El sibaritismo gastronómico, unido a la inteligencia contribuye a hacer a los hombres amables» defendía Alexandre Grimod de la Reyniere.

En cuanto al protocolo, el Rey solía comer solo en la mesa, aunque acompañado por su séquito y el servicio siempre dispuesto a ofrecerle los mejores platos. El excesivo protocolo Borgoñón del siglo XVIII irá dando paso durante el XIX a otro menos complejo y sofisticado.

Tertulias y sobremesa

Las tertulias y banquetes alrededor de una buena mesa solía ser el pasatiempo más socorrido. Mesas, por otro lado tan profusamente adornadas, engalanadas con las mayores exquisiteces. Manteles con encajes y puntillas bordadas de Brujas, ricas cristalerías de Bohemia, espléndidas vajillas de Sevres y castellanas.

A principios del siglo XIX, el tipismo entra de lleno en la cocina real. Comidas campestres en donde la tortilla de patatas, las empanadillas, rosquillas y limonadas eran consumidas por todas las clases sociales. Los ambigú y colaciones, meriendas cena, empiezan a convertirse en elementos usados de forma cotidiana sobre todo por los nobles que acudían al teatro como un buffet donde alimentos fríos, embutidos, carnes, dulces y frutas esperaban al trasnochador. La colocación en la mesa para las grandes cenas. Los puestos centrales eran ocupados por el Rey y su primogénito, situándose frente a estos, la reina y las infantas. A la derecha del Rey los invitados de honor.

El servicio constantemente preocupado porque el flujo de platos, salsas, vinos y dulces fuera el adecuado, se dividía en maestrante, repostero mayor, oficial de cocina, repostero de cocina, y lacayo. Todo supervisado por el mayordomo mayor. En épocas Navideñas, los dulces se elaboran por igual en todas las clases sociales, aunque cambiando los ingredientes y la calidad de los mismos. Turrones y mazapanes ocupan los primeros puestos pero con recetas muy distintas entre sí. Junto a esto, asados y pavo como carne preferida para la mencionada festividad.

La Casa Real y sus miembros, contaban con platos preferidos que eran realizados con esmero por los cocineros de la Corte, platos que configuraban los menús de todas las cenas de gala, bodas, fiestas navideñas y pascua. En cuanto al turrón los italianos se adjudican su creación y dicen que la palabra turrón deriva de torre. El inventor sería el maestro pastelero que preparó un torreón especial para la boda de Blanca Visconti con Francisco Sforza, en 1441, en la ciudad de Cremona. Pero lo cierto es que esta dulzura ya tenía un lugar en los banquetes del Imperio Romano, donde llegó de la mano de los árabes.

Los españoles oponen a la teoría itálica la palabra terró (del catalán) tierra, por la forma que se les da, y otros dicen que viene del castizo turrar (tostar), porque se parte de un buen tostado de las almendras. Lo cierto es que en las Navidades del siglo XV ya se comía turrón en España y las monjas, en los conventos, los preparaban con fórmulas secretas.

El turrón

Una de las primeras menciones escritas al turrón se encuentra en la obra del escritor sevillano Lope de Rueda, Los lacayos ladrones, publicada en 1541, la trama de la obra consiste en la riña de un amo con sus criados porque éstos se han comido su libra de turrones de Alicante que estaban encima del escritorio. En 1582, un documento del municipio de Alicante señala que de tiempo inmemorial, en cada año, dicha ciudad de Alicante acostumbra, para fiestas de Navidad, pagar sus salarios, parte en dinero y parte en un presente que se les da, de una arroba de turrones. Una carta firmada por Felipe II en 1595 exhorta, para rebajar gastos, a que no pueda gastarse más de cincuenta libras cada año en turrón y pan de higos para presentar la Navidad. Por último, el anónimo Manual de Mujeres, del siglo XVI, aporta la primera receta que se conserva para fabricarlo.

Al parecer, el azúcar fue un ingrediente que se empezó a añadir más tardíamente, ya que se empieza a mencionar para fabricarlo sólo desdel XVIII, coincidiendo con la plantación masiva de caña de azúcar en América y la extensión de la libertad de comerciar con América a un mayor número de puertos, entre ellos al puerto de Alicante.