EL MAESTRO LIENDRE

La cola de la vergüenza

No nos amparemos en los listos, en los flojos ni en los ambiciosos para abandonar a los muchos que, realmente, están excluidos del derecho constitucional a la vivienda por la avaricia de unos pocos

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Tiene algo doloroso la imagen. Las colas siempre lo tienen. Hasta las presuntamente festivas, las que se hacen para ver cualquier espectáculo. Dan un poco de mal rollo. De obligación presencial, de sacrificio excesivo de tiempo y energía. Por eso los del taco nunca las hacen. Y encima esa, para eso, tan larga, tan temprano, llena de gente distinta que quiere lo mismo. La primera tentación es compadecerse de sus miembros, ponerse en su lugar y rebelarse contra el estado de cosas que nos ha llevado hasta ahí, pasando frío y sueño para conseguir algo que debería tener otro proceso más simple, menos penoso. Nunca debimos permitir que esto pasara, al menos, en estas proporciones, piensa cualquiera enseguida, sin tiempo de meterse en ningún razonamiento mayor. Luego, pasan los días, la foto se convierte en un recuerdo, se habla con gente que tiene más conocimiento, más experiencia, otra profesión, distinta perspectiva. Y todo se ve con más distancia, se relativiza. Ni son las uvas de la ira, ni estamos en 1936, ni hay rastro de Steinbeck, ni se trata de una multitud desheredada que hace turnos para conseguir alimento, pero por más horas que han pasado, tiene algo de triste esa situación, aún resulta inquietante recordar la imagen, cinco días después.

Afortunadamente, la cola que representaba a los más de seis millares de aspirantes a un piso de protección oficial formaba parte de una escena que ha podido verse muchas veces en otras ciudades. Esta vez, Cádiz ha escapado a su tradicional papel de lugar peculiar en el que pasan cosas miserablemente excepcionales, o excepcionalmente miserables. Esta vez, hemos eludido el rol de ciudad a la que las televisiones y los medios nacionales van a buscar el exótico resto de pobreza.

Conviene hacer un despiece de la situación para evitar el maniqueísmo simplón de calificar de víctimas a los que esperaban que un sorteo les beneficiara y de malignos a todos los demás. Los que vivimos en primera persona la distribución de la última gran bolsa de vivienda protegida (la de los antiguos terrenos de Astilleros Españoles), recordamos bien que hay varios grupos dentro de los solicitantes.

Los atajos

Una parte de ellos son los listos, una especie muy común en esta ciudad. Son los que, como primera opción, eligen coger atajos, hacer trampas y violar normas, con el venenoso mensaje que dice Si tú no lo haces, vendrá otro y lo hará. Esa filosofía, tan extendida en semáforos, despachos y esquinas, propicia que haya toda una cultura de robar estas oportunidades a los que las necesitan. Las mangan sin reunir requisitos, para vender la casa a los dos meses, o para dejarla desocupada a la espera de tiempos mejores para vender. Muchos recordamos que, en las asambleas previas a la venta de los pisos protegidos en la zona de El Corte Inglés, cuando el abogado recordaba brevemente que para comprar una VPO «no se podían ganar más de seis millones de pesetas al año ni tener otro piso en propiedad en el mismo término municipal», un buen grupo de aspirantes se levantaba bufando, blasfemando, se marchaba escandalizado. Lo más lógico sería que los demás, los restantes, los que sí reuníamos las condiciones y nos quedábamos, nos mosqueáramos con los que acababan de intentar estafarnos, usurparnos, en nuestras propias narices.

De ésos, hay unos cuantos en cada convocatoria de este tipo y ha llegado el momento de mandarlos al carajo, de decirles que cada piso que consiguen sin necesitarlo es uno que le roban a los que lo esperan sin alternativa. Son ellos, tan sencillitos, corresponsables de la situación actual del mercado de vivienda, tanto como los asustaviejas, los poceros, los promotores sobornadores y especuladores varios. Son los enfermitos de la propiedad, los paletos de la paleta. El egoísmo salvaje de mucha gente corriente, que aparece por los sorteos con cara inocente, que se construye una casa ilegal donde le place a sabiendas de que no le pasará nada, del que compraba pensando en vender, ha sido el alimento imprescindible de todas esas alimañas que han propiciado el mayor desbarajuste del mercado inmobiliario en la historia de España, justo durante su mayor etapa de crecimiento económico. Igual habría que sacarlos de la próxima cola a empujones.

Hay un segundo grupo, tibio, que acude a este tipo de sorteos cuando tiene otras opciones, pero quiere probar suerte mientras decide si se arriesga con el unifamiliar en San Fernando o con el pisito de segunda mano en Loreto. No engaña, también reúne las condiciones, no se hunde si no le toca, tiene otras esperanzas, pocas, lejanas, pero las tiene. Quizás debería poder aspirar a otra. Son, sobre todo, las jóvenes parejas gaditanas que adoran la propiedad y temen al alquiler, presos de una cultura perversa, que les habla de la tranquilidad de una casa pagada cuando las actuales hipotecas (si se las dan) nunca les permitirán conocerla. El mercado del arrendamiento en Cádiz es una vergüenza, una cochambre de codicia veraniega en líneas generales. Hurta, sobre todo a los veinteañeros, esa alternativa del pago mensual, por un piso digno, con estabilidad y respeto por ambas partes. Los alquileres así se han convertido en una quimera y no sólo por culpa de algún excepcional inquilino irresponsable. Les impulsa a comprar como sea y lo que sea. Pero ahora ya no es posible.

El tercer grupo

El tercer y mayor grupo es el de gente que lo necesita. El que debía recibir prioritariamente la atención de todas las instituciones, de asociaciones, colectivos y empresas. Son los que tienen todos los papeles en regla, los que han conseguido demostrar lo mal que están, los que nunca reciben los beneficios de la bonanza pero se llevan las primeras tres patadas cuando toca la crisis. Son los parados crónicos a los que nunca se les ha ofrecido un mercado laboral estable en esta Bahía. Son los que tienen cargas familiares difíciles de llevar, con minusvalías o enfermedades crónicas. Son los que están al borde de la pobreza técnica, esa que marca una cantidad de dinero mensual concreta y que no sabemos quién fija. Son los que lloran cuando no sale su bola porque, o consiguen un piso así o jamás lo tendrán. Algo comparable a esperar que te toque la lotería para poder comer. Algo que los demás, sólo por si nos vemos así pronto, deberíamos tratar de evitar. A ellos debería estar reservada esta fórmula en exclusiva. A ellos se les debería dar esta oportunidad más de vez en cuando, incluso en esta ciudad sin suelo que ha dejado pasar tres lustros de vacas gordas sin agilizar más que la primera mitad de las grandes obras que tenía pendientes.

Si sólo fueran uno de cada tres los que lo necesitan de verdad, si sólo fuera la tercera parte, serían más de 2.000 personas las que se presentaron en Cádiz al sorteo de viviendas públicas en situación de verdadera necesidad. Aunque fuera esa cifra, demasiado optimista, demasiado corta, ya sería intolerable, ya sería suficiente para que la foto nos doliera y nos comprometiéramos, cada uno desde su lugar, a trabajar para impedir que se repita. Al menos, para empeñarnos en que, cada vez, la cola sea más pequeña. No nos amparemos en los listos, en los flojos ni en los ambiciosos para abandonar a los muchos que, realmente, están excluidos del derecho constitucional a la vivienda por la avaricia de unos pocos.