REFLEXIVO. El escritor estadounidense Philip Roth, en una imagen reciente. / AP
Cultura

Philip Roth por Philip Roth

Un libro recoge entrevistas, artículos y conferencias del autor estadounidense donde habla de sus obras y el proceso creativo

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

«Escribir a solas en una habitación es prácticamente toda mi vida». En una entrevista concedida a Joyce Carol Oates en 1974, Philip Roth, que ya era un autor de enorme éxito gracias a la publicación de 'El mal de Portnoy' ('El lamento de Portnoy' en otras ediciones), hacía ese apunte autobiográfico. Debe de ser cierto, porque lo ha repetido en innumerables ocasiones después y nada parece indicar que ahora, con 75 años y una salud débil, eso haya cambiado. Durante décadas, Roth ha construido una obra admirable, una verdadera referencia para entender la América de hoy y las características del judaísmo estadounidense. Ha acumulado también más premios que nadie, con la única excepción relevante del Nobel, que la Academia le niega cada año pese a que figura en cabeza en las quinielas al menos desde comienzos de los noventa. Ahora, la publicación en castellano de 'Lecturas de mí mismo' Ed. Mondadori), una recopilación de entrevistas, conferencias y pequeños ensayos aparecidos en revistas, permite conocer no sólo las claves internas de las obras de su primera etapa, sino también algunos aspectos relacionados con el proceso de creación y la vinculación de ciertos temas a su propia biografía.

El mundo literario estadounidense y pronto también el europeo puso sus ojos en Philip Roth en 1969, cuando publicó 'El mal de Portnoy', una novela que los círculos más conservadores consideraron sencillamente pornográfica. La obra, publicada cuando aún no se habían apagado los ecos de Mayo del 68 y las universidades americanas estaban llenas de jóvenes que reivindicaban el amor por encima de la guerra, fue un bombazo. Roth, siempre reacio a conceder entrevistas, se vio obligado a hacer excepciones con algunos medios. En 'Lecturas de mi mismo' están algunas de las que dio en los años posteriores, en las que cuenta su infancia de niño judío en el pueblerino Newark y su adolescencia tranquila y disciplinada. Lejos del frenesí de los muchachos de Nueva York, lo más transgresor que el joven Philip hizo antes de llegar a una universidad cristiana de mediano nivel fue mantener largas conversaciones con otros cuatro adolescentes, sentados en el coche del padre de alguno de ellos y centradas en un único tema: el sexo.

Después llegaron los estudios superiores, sus clases de Literatura en la Universidad y el éxito literario. También los ataques de los sectores del judaísmo más ortodoxo. Para ellos, Roth ha sido siempre un enemigo, un traidor a los suyos, que se ha atrevido a crear personajes judíos que rompen con la imagen tradicional. El escritor se defiende: «Por mucho que yo deteste el antisemitismo (...) mi trabajo en una obra de ficción no estriba en ofrecer consuelo a los sufrientes judíos». Es más, frente a las críticas, Roth se considera «bastante afortunado» por haber nacido judío. «Es una experiencia complicada, interesante, moralmente exigente y muy singular, y eso me gusta». Tanto, que sostiene que nunca ha querido romper amarras con sus orígenes, sin los cuales no se entendería su obra. «Jamás he intentando, por medio de mi obra o directamente en mi vida -dice- cortar todos los vínculos que me unen al mundo del que procedo». Es la misma razón por la que asegura que tampoco piensa en un grupo concreto de lectores mientras escribe. De esa forma ya no queda duda: contra lo que dicen algunos de sus más furibundos críticos, Roth no trata a conciencia de molestar a los sionistas recalcitrantes, pero el resultado suele ser ése.

Proceso creador

A lo largo de los textos recogidos en el volumen, el escritor desgrana aspectos relativos al proceso creador. Empezando por las influencias. La mayor, asegura, «fue un cómico sin micrófono llamado Franz Kafka y un número muy divertido que hace titulado 'La metamorfosis'». Ironías aparte (y al margen de que el libro termina precisamente con el texto de una conferencia sobre Kafka), no es fácil hallar paralelismos entre la historia del comerciante convertido en insecto y el joven procaz y obsesionado con el sexo de 'El mal de Portnoy', pero sí hay similitudes entre ambos autores en lo que se refiere a la angustia generada por el proceso mismo de la creación. Roth confiesa que escribe páginas y más páginas durante meses, para finalmente descubrir que el punto de arranque de su relato es eso que ha puesto en la página 200. A partir de ese momento, tira la mayor parte de lo creado y empieza a escribir la versión definitiva de esos textos de apariencia estructural tan simple. Aunque es sólo apariencia.

Muchos críticos han creído ver en sus novelas un reflejo de la experiencia de su autor. Y no falta quien piensa que Nathan Zuckerman, ese personaje que aparece en tantos de sus libros y que envejece al mismo ritmo que Roth, es su 'alter ego'. No lo es, a juzgar por uno de sus comentarios: «En cuanto a mi autobiografía, no puede imaginarse lo aburrida que sería».

Tampoco tiene el autor de 'La mancha humana' grandes expectativas sobre la utilidad de las novelas. Hace tiempo que los escritores dejaron de pensar que podían cambiar el mundo. «En el mejor de los casos, las novelas cambian la manera en que los lectores leen», asegura. Un empeño poco ambicioso para un autor consagrado a quien ya hace más de tres décadas importaban muy poco las críticas porque las contemplaba con la mirada distante de Edmund Wilson: «Son una serie de opiniones de personas con diversos grados de inteligencia que casualmente han tenido algún contacto con el libro».

Desde su habitación, sentado ante la máquina de escribir, Roth ha contemplado el mundo y lo ha plasmado en novelas, aderezado con una mezcla inimitable de compasión, furia y acidez, sin importarle lo que se dijera de él. Y se han dicho muchas cosas: por ejemplo que a mediados de los setenta estuvo ingresado en un psiquiátrico. O que mantenía un romance con la actriz y cantante Barbra Streissand. Lo peor, confesaba diez años después de que surgiera aquel insistente rumor, es «que aún no nos conocemos».