¿PREPAREN SUS APUESTAS! Varios hombres juegan al póquer en una de las mesas del casino del histórico hotel Resorts. / AP
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La banca siempre gana

Atlantic City, conocida como Las Vegas de la costa Este, es el espejismo de un lujo fingido, una especie de coartada para justificar que todo gira en torno al juego

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Atlantic City, la película, atesora una imagen inolvidable: Susan Sarandon se restriega el cuerpo con limones para quitarse el olor a ostras bajo la mirada lasciva de Burt Lancaster. La actriz encarna a la empleada de un restaurante que sueña con ser crupier. Aquella ciudad decadente que dibujó Louis Malle, donde se cruzaban buscavidas y pardillos, hoy rebosa de americanos de clase media-baja que viven por unas horas la ilusión de la fortuna. Un destino para jubilados que ejemplifica la pasión nacional por el juego y su sentido estético del kitsch y lo hortera. Menos mal que en Marina D'Or todavía no han descubierto las máquinas tragaperras.

Estados Unidos adora las cifras, por eso los folletos turísticos de esta Las Vegas de la costa Este abruman: 33 millones de visitantes se dejaron los cuartos el año pasado en sus once casinos; 1.052.493 gominolas se emplearon en la réplica de Lucy, la elefanta que decora el Caesars. Llegar a Atlantic City es gratis. Nada más bajarse del autobús, un empleado del casino canjea el valor del billete. La vuelta también se regala, no sea que nos quedemos sin un dólar. Vienen muchos chinos, de los que en España atemorizan a los dueños de un bar con tragaperras. Utilizar el autobús ya equivale a un estatus poco boyante. Aquí no eres nadie sin coche, y el encanto cinematográfico de los autocares Greyhound, con su silueta de un galgo, se esfumina al padecer sus retrasos. «Este autobús está equipado con lavoratorio para su comodidad», advierte en castellano una placa. Cada casino cuenta con su propia estación en los sótanos. Todos son temáticos, como sus hermanos en Las Vegas. Fachada Disney, corazón de rapiña. El Caesars rinde tributo a la Roma clásica; el Bally's al Salvaje Oeste; el Trump Taj Mahal a las Mil y una Noches; el Borgata es el más reciente y va de high tech... Sus entrañas resultan similares: vastas extensiones enmoquetadas con máquinas, ruletas y mesas de blackjack. Ciudades sin ventanas sometidas a un estruendo continuo de hilo musical y ruidos electrónicos. Hay restaurantes y tiendas para no pisar la calle. Abren las 24 horas.

Televisor de plasma

Los hoteles son baratos pese a los servicios que ofertan: camas king size, televisor de plasma y papel higiénico con relieve. Un lujo fingido, una suerte de coartada para justificar que todo gira en torno al juego, que el único propósito de venir a Atlantic City es dejarse la pasta. Sin embargo, el dinero compra la clase. Madonna, Alice Cooper y la estrella de la televisión Jay Leno actuarán en breve en los casinos, donde se celebra todos los años el concurso de Miss América. Si alguna vez Atlantic City tuvo glamour, se quedó en la fachada del Resorts, que exhibe las huellas de estrellas en un desprejuiciado quién es quién: Dean Martin, Frank Sinatra, Tom Jones, Pavarotti, Julio Iglesias, Cher, Zubin Mehta...

«Esto es democracia tío, esto es América. No como en ese sitio de Europa... ¿Cómo se llama? Mónaco, donde te exigen esmoquin para jugar». Charlie lleva 20 años de crupier en la ciudad. Hoy está de libranza y por eso se va de la lengua. En el interior de los casinos ni siquiera se pueden hacer fotos. «Aquí todo el año tenemos gente. En verano vienen familias a la playa y el resto del tiempo los viejitos que se funden la pensión. El juego no tiene nada bueno. Juegas siempre contra un banco». La mayoría de los empleados vienen diariamente a la ciudad, hasta disponen de aparcamientos propios señalizados en la autopista. Charlie vive junto al Tropicana. «En Las Vegas hay más vida social, aquí no se puede hacer gran cosa».

La ludopatía debe de hacer estragos en un país donde es habitual ver rascar boletos a la venta en estancos y supermercados. Hay carteles con una línea de teléfono 800 por si se sufren «problemas con el juego». Ninguna máquina funciona ya con monedas, pasó a la historia la imagen de la viejecita de pelo azul con un vaso de plástico repleto de dinero. Unas tarjetas recargables permiten jugar por diversión o arruinar a la familia. Hay apuestas desde cinco centavos hasta quinientos dólares. Aprietas un botón, giran los tambores y tres segundos después, zas, se han esfumado cien dólares (unos 76 euros).

«Ahora se juega más»

«Yo no he notado la crisis, creo que hasta se juega más cuando las cosas van mal», explica Adele, que regenta una tienda fuera de los casinos. Cuenta que el Caesars ha abierto una galería comercial con marcas de lujo. «Pero no va nadie, porque es demasiado caro para aquí». Adele tiene un hijo que lleva un año intentando vender su casa en Seattle. Como no hay comprador, ha alquilado un par de habitaciones para poder pagar la hipoteca. «La gente está perdiendo las casas. No sé quién arreglará esto. McCain está viejo y enfermo. No quiero que le pase algo y le suceda Sarah Palin, que ha llevado a Alaska a la bancarrota», apunta Adele.