INTENTOS. El diestro, con su quinto, distraído y sin acabar de entrar en la faena. / EFE
Toros

Morante, desalentado

El torero, frustrado en su esperada corrida como único espada, sólo cosecha silencio en un espectáculo sin garra, nervio ni color

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Lo que iba a ser un gran globo pinchado tuvo, de arranque, el volumen de una pompa de jabón: dos lances de Morante a la verónica. Dos de un ramito con que el que recibió encajado al toro de Daniel Ruiz que abrió. Antes de varas Morante hizo gesto de contrariedad. Pero, en la primera ocasión de lucirse, en el quite tras un puyazo sin apenas sangre, Morante se volvió a estirar para dibujar otros dos lances de firma. También se estiró el toro, que como a voces pedía distancia, espacios y mano diestra. Morante le llevó la contraria: en corto y encima, Y en tierra de nadie. Muletazos enganchados, no hubo de verdad dos seguidos. Tres pinchazos, tres descabellos, un aviso.

Morante no sabía que ese toro de Daniel Ruiz era uno de los tres caramelitos que venían en un lote casi de tómbola. Lo habitual en las corridas de único espada a fin de curso. Antes de catarse ningún caramelo, se notó a Morante algo impaciente o incómodo. ¿Quién sabe por qué...! Toda la mañana diluviando en Zaragoza.

Antes de comer, dos virulentos aguaceros, dicen que tres horas antes de la corrida se había filtrado agua por uno de los canalones de la cubierta y que el piso se había encharcado. A las cinco y media estaba el ruedo como una alfombra. Los areneros rastrillaron al arrastre de cada toro pero Morante hizo señas por sistema al presidente para que se soltara el toro de turno. O por ganas de acabar o por ver si salía algún caramelo.

No del todo dulce ni bravo ese primero de Daniel Ruiz que se dejó ir sin meterse en serio. Sí un ratón de juguete comparado con el monstruo de Fuente Ymbro que salió dos toros después. Tercero. Seiscientos y pico kilos a bordo. Tan alto que se podía rascar las barbas en las tablas cimeras de barrera y hasta acodarse en ellas. El toro del renuncio de Morante y el gran lastre de la corrida.

Garbosos muletazos

Después de cinco o seis garbosos muletazos de repertorio a dos manos, Morante pidió la espada de acero. Esa brillante idea de abreviar no fue del gusto de todos. Se oyeron pitos tras el arrastre y antes de que los pitos pesaran pidió Morante hizo gestos al palco. Que a qué esperaban. Entre el lechoncito de Daniel Ruiz -Lechón se llamaba- y el barbudo galafate de Ricardo Gallardo, Morante despachó un toro de la ganadería de su apoderado, La Campana, encaste Juan Pedro. Guapo toro castaño, castigado con dos inoportunos estrellones contra tablas de salida, de breve galope y venido repentinamente abajo. A tenaza trató Morante de tirar de él. Se celebró algún muletazo suelto dibujado a pincel. Antes de irrumpir en escena el macrotoro de Fuente Ymbro se animó un grupo a palmear por bulerías. El toro les quitó el hipo a los palmeros. Se soltó sin divisa el cuarto, de El Pilar, de tostada testa, buena alzada y cuello de gaita, ni basto ni fino, descolgadote de carnes, más corto de lo habitual en la ganadería. Morante lo vio enseguida y en el mismo saludo se compuso en seis lances de lindo compás. Tres de asegurar, pero ya bien marcados y enroscados, y otros tres de soltar amarras y casi volar. Algo reclinada la figura en media de remate muy jaleada.

Apretó el toro en la primera vara y Morante se encargó de lidiarlo con lances de manos altas y dos recortes más rumbosos que eficaces. En la segunda vara metió los riñones el toro. Pero entonces comenzó un descalabro inesperado. Morante se había ido a barrera a tomar aire e ideas, el toro se vino arriba y se puso a atacar de lo lindo, la brega en banderillas fue extraordinariamente impropia y desafortunada -capotazos tropezados, el toro se metía por debajo y perseguía a quien lo lidiaba- y, colmo de males, en el segundo par de banderillas, por la mano izquierda, prendió por la ingle y corneó de gravedad al veterano banderillero Manolo Bueno, que iba a cortarse la coleta precisamente una hora después.

Avisado, el toro, que se había desparramado de tanta leña y tanta manta, repuso y cortó en los primeros embroques. Ahora estuvo justificado el gesto de frustrante fastidio de Morante, que pidió tras cuatro pases de tanteo la espada de matar. Gesto censurado. Y sorpresa, porque, ya armado de acero, Morante descubrió que, antes de disolverse, el toro tuvo sus viajes, y su calidad. Su son, su perezosa pero franca embestida. Ni Morante ni nadie contaba con eso. Dos, tres, cuatro veces se echó el toro.