Los etarras atan a un árbol a la dueña del coche en el que huyen. / E. C.
Cultura

Rosales paraliza a ETA

'Tiro en la cabeza' seduce a la crítica pero desespera al público por su ritmo moroso y sin diálogos El filme recrea el atentado de Capbreton en el que fueron asesinados dos guardias civiles

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Raúl Centeno y Fernando Trapero. Así se llamaban los dos guardias civiles a los que ETA acribilló a tiros el 1 de diciembre de 2007 tras un encuentro fortuito en Capbreton. Sus nombres no aparecen en el material promocional de Tiro en la cabeza ni en ninguna de las entrevistas que Jaime Rosales ha concedido a propósito de su tercer largometraje, basado en la cobarde matanza. El vencedor por sorpresa de los últimos Goya con La soledad ha demostrado en San Sebastián que, lejos de hacer concesiones al público, se mantiene firme en su radicalidad.

Ahí es nada una película sin diálogos ni música, que encuadra en su primera hora a los personajes desde lejos y que se limita en su mayor parte a seguir la rutina diaria de un hombre anónimo. Los críticos sacaban pecho: otra apasionante aventura estética de Rosales, con un complejo discurso que el vulgo no pillará. El público de la sesión sin prensa se desesperaba porque, en apariencia, no ocurre nada durante los primeros 70 minutos de un filme que dura 85. «¿Pero si no tiene guión!», se lamentaban unas madres donostiarras. «Una broma», se escuchaba a la salida.

Quien haya visto Las horas del día y La soledad adivinará pronto la estrategia de un director que ha renunciado en su cine a los habituales mecanismos dramáticos. Tiro en la cabeza se abre con una imagen del Cantábrico bajo un cielo gris amenazador y concluye en un frondoso bosque del País vasco-francés. Sigue la cotidianidad de un hombre sin nombre que vive en San Sebastián. Se levanta y prepara el desayuno, toma un café con un amigo, va al banco, juega en el parque con una joven y su hijo, se da un revolcón con su novia...

¿Qué saca dinero de un cajero automático? Pues el director prescinde de la elipsis y aguanta la cámara durante varios minutos. Una visita a la FNAC incluye un recorrido por todas las secciones. Vemos hablar a los personajes pero sólo escuchamos el sonido ambiente, ruido de tráfico y retazos de conversaciones ajenas. La cámara los captura siempre desde la distancia, enmarcándolos en ventanas. Sólo se aproximará cuando el protagonista cruza la frontera de Behovia en compañía de un hombre y una mujer.

Una comida en un centro comercial deriva en tragedia al saberse reconocidos por dos jóvenes. Se escucha la única palabra del filme, «¿Txakurrak!», antes de volarles la cabeza. En la huida, secuestran un coche y dejan amordazada a su propietaria en un bosque. Fin. De pronto, el ciudadano gris ha devenido en un monstruo, imposible contemplarlo ya con los mismos ojos. Ion Arretxe, reputado decorador en películas, se dejó convencer por Rosales para dar vida al etarra. En un afán de autenticidad, los amigos y la novia lo son también en la vida real.

«He hecho una película desconcertante desde la ingenuidad y la fe, de difícil adhesión ideológica», reconoció el director, que tuvo que escuchar algún improperio en la rueda de prensa. «Va a ser útil porque estamos atascados en el estado de las ideas, hablando siempre de las mismas soluciones. Yo creo que los ciudadanos son más moderados que los políticos, y que el otro también se parece a nosotros, aunque nos resulte difícil entender que pueda aportarnos algo». El mensaje conciliador y casi zen de Rosales, en la onda del Julio Medem de La pelota vasca, no pasa por dar soluciones: «Eso corresponde a los políticos».

Tiro en la cabeza se estrena la próxima semana a la vez en las salas y en el Museo Reina Sofía: «La película tiene algo de instalación». Después iniciará una carrera internacional en festivales de Nueva York, París y Londres. Como admitió su autor, «quizá sea ininteligible en el extranjero, sustraída de su contexto».

Al menos, el espectador español ya conoce de antemano el desenlace y aguanta en la butaca a su espera. Intuye que bajo ese hombre gris late «la irracionalidad más absoluta: matar al otro por motivos ideológicos».