LA RAYUELA

Tiempo de silencio

José, el primer alcalde democrático de la pedanía de Benamahoma después de la República, murió hace pocos años. A lo largo del tiempo fuimos construyendo una amistad que me familiarizó con su larga y apasionante vida, y los muchos oficios que desempeñó para sobrevivir a la posguerra: el uso respetuoso e inteligente de la naturaleza, simbolizada en el bosque de Los Pinsapos, con cuyos recursos muchos mataron el hambre de entonces. A pesar de mi larga relación con su familia y con las gentes de la Sierra de Grazalema, nunca escuché, ni de él, ni de nadie, la historia de la curva de las mujeres.

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Cuando, gracias a los desvelos del actual alcalde Joaquín Gómez conocí el destino de esas quince mujeres asesinadas y enterradas en una curva de la carretera de Ronda, me pregunté el porqué de su silencio, tanto tiempo después. Una amnesia colectiva que había nacido y seguía alimentándose del miedo. El miedo que ha impedido a toda una generación, la de los hijos de los que vivieron la guerra, reclamar a los suyos, ignominiosamente excluidos de los cementerios. Ha tenido que ser la tercera generación, la de los nietos, la que, con la Ley de la Memoria Histórica y las asociaciones que luchan por recuperarla, intente cerrar la herida.

Recordé Tiempo de silencio de Martín Santos: «Es un tiempo de silencio. La mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. Por aquí abajo nos arrastramos y nos vamos yendo hacia el sitio donde tenemos que ponernos silenciosamente a esperar silenciosamente que los años vayan pasando y que silenciosamente nos vayamos hacia donde se van todas las florecillas del mundo».

El silencio del miedo en el que crecí todavía arrastra sus jirones hasta el presente. Siempre recuerdo a mi madre hablando bajito para contarme las sórdidas historias de la guerra, y el miedo, el irracional miedo que secaba las gargantas y adormecía la memoria. Pero el pasado debe cerrarse para dejar de serlo. Si no, sigue siendo presente, como ocurre ahora mismo en España.

La presencia en las pantallas de Los girasoles ciegos, la película de Cuerda sobre la novela de Alberto Méndez, nos devuelve otra vez el sórdido pasado. La actuación emprendida por el juez Garzón y el enfrentamiento entre los deseos de los herederos de Federico García Lorca y los de un maestro republicano, Dióscoro Galindo, asesinado con él, nos colocan en el barranco de Víznar. Y el hispanista Ian Gibson reclamando el derecho de todos a certificar finalmente la muerte del gran poeta de la modernidad.

A pesar del tiempo transcurrido, de la abismal distancia entre los partidos de entonces y los de ahora, la derecha sigue mostrando reticencias a la Ley, con el subterfugio de que no desea reabrir heridas, cuando en realidad éstas no se cerraron a lo largo de dos generaciones. Aunque no sea por un elemental sentido de la justicia, la equivalencia de los miles de girasoles ciegos que murieron en las dos Españas, unos enterrados prontamente en olor a incienso y heroísmo y otros en la cuneta de cualquier curva en la infamia del olvido, que lo hagan al menos por compasión. Dejad que los deudos entierren a sus muertos en paz, que doblen las campanas por última y definitiva vez para que termine por fin este largo tiempo de silencio.