LA RAYUELA

La caracola

Con el final del verano, vuelve Alcances, esta vez cargado con la melancolía del tiempo transcurrido desde aquel lejanísimo 1968 en que la historia dio un vuelco del que aún resuenan los ecos. En estos cuarenta años se ha ganado un lugar de privilegio en el imaginario de esta ciudad, ya es parte de su piel, de su identidad y de su memoria. Una memoria fílmica, literaria y vivencial que el pasado Jueves voló por el G.T. Falla convertida en un homenaje a los que hicieron posible esta aventura cultural, comenzando por el padre ausente, el gran Fernando Quiñones, de cuyas románticas inquietudes y desvelos nació esta muestra, como siempre le gustó llamarla. La caracola con el ojo del mismísimo Che (sacada de la famosa foto de Korda) que Fernando ideó como símbolo del certamen, resume de alguna manera su propia peripecia de superviviente

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Alcances fue en su nacimiento la luz al otro lado del túnel, el revulsivo para una sociedad acartonada y ensimismada dentro de los muros de una dictadura mortecina, pero cruel y escrupulosa. Una ventana al mundo que trajo a Cádiz un cine de autor, de arte y ensayo -como se decía entonces- que permitía familiarizarse, en apenas diez días de estresantes sesiones, con las mejores filmografías del momento. Detrás estaba la mano de un gran conocedor y amante del cine, animado por un entusiasmo que permitió al certamen sobrevivir, de la mano de otros locos del cine como él: J.M. Marchante, Josemari Sánchez Villacorta, Keke del Álamo o Rafa Baliñas.

Desde que en 1981 se asentó definitivamente en el mes de Septiembre, se ha convertido en una especie de conjuro del tránsito hacia ese otoño que nos devuelve a la oficina o el tajo, mientras la luz se va recortando en cada atardecer con soles que ya no llegan hasta el castillo de San Sebastián y se desmigajan como hongos cárdenos con el tañido de las campanas.

De lo que cada uno ha visto en las sucesivas pantallas por donde ha ido peregrinando en su larga andadura, desde el Cómico al Andalucía, el Falla, el Centro o La Candelaria, sólo cabe una crónica personal e íntima como corresponde a esa comunión mágica que cada espectador establece en la oscuridad de la sala. Lo que sí hemos compartido gozosamente es la salida laica de la misa del domingo después de la sesión de las diez, con el mundo de la pantalla en competencia aún con la Plaza Fragela, por cuyas esquinas se van desvaneciendo los enloquecidos ojos de Lope de Aguirre o la mirada lánguida de la Cabíria. El lugar por excelencia donde volver a encontrar a los amigos que no veíamos desde junio, de volver a reconocernos como parte de una pequeña comunidad que el verano disgrega por otras geografías. La caracola y la solitaria playa donde baten las olas con que comenzaban las proyecciones, era para algunos la prolongación de su propia piel, con frecuencia conservando aún, por las prisas, la sal dorada del último chapuzón en Atlanterra, el Palmar o la Cortadura; playas reconquistadas después de las aglomeraciones del verano para un tiempo de intimidad que vuelve de la mano del bramido del océano en la arena recién peinada por el viento. Para mí, Alcances es eso: la piel más hermosa, salada y deseable, con que el verano se despide de esta ciudad.