EL COMENTARIO

Siete años después

Siete años después del dramático episodio del 11-S, con la perspectiva que proporciona el tiempo transcurrido y a punto de que concluya la era Bush, aquellos sucesos, con cuatro aviones comerciales estrellados, miles de muertos y el terrorífico espectáculo visual de las Torres Gemelas en llamas y derrumbándose, pueden ser valorados como una gran tragedia no sólo obviamente para sus víctimas, sino para el orden mundial, que se lanzaba ya abiertamente entonces hacia una globalización creativa y escasamente conflictiva que parecía conducirnos a la etapa más fecunda de la humanidad.

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El entonces bisoño George W. Bush había alcanzado la Casa Blanca con la ayuda de una emergente y poderosa corriente de pensamiento, los neocons, partidarios no sólo del regreso a una Norteamérica teocrática guiada por la fe y deseosa de preservar su tradición originaria, sino también de extender explícitamente la hegemonía norteamericana a todo el orbe sin contemplaciones ni restricciones ideológicas. Bajo los auspicios del vicepresidente Cheney, aquella corte presidencial adquirió toda la influencia y se lanzó a una frenética lucha contra el terrorismo internacional sin parar en los principios ni en los procedimientos y que, de puertas adentro, culminó en el Patriot Act, que lesionaba gravísimamente las libertades civiles de la primera democracia de la tierra y, de puertas afuera, desembocó en las guerras de Afganistán e Irak.

La guerra de Afganistán, feudo de los integristas que habían cometido los atentados, que podía cabalmente plantearse como de legítima defensa, contó con el apoyo incondicional de la ONU y de la comunidad internacional, que participó de buen grado en la operación Libertad Duradera en octubre del mismo año 2001, que culminó en la rápida caída del régimen de los talibanes, aunque no todavía en la pacificación del país ni en la detención de Bin Laden, aún en libertad. España participó en aquella ardua tarea, que todavía continúa, con plena aquiescencia de la opinión pública.

Pero el imperialismo beligerante de los neocons no se dio por satisfecho y, después de conocidos prolegómenos, Norteamérica, secundada por el Reino Unido, se lanzó también a la invasión de Irak, con el falaz argumento de que el régimen de Sadam Husein poseía un vasto arsenal de armas de destrucción masiva que amenazaba a todo el Cercano Oriente y aun más allá. Todavía no están claros los verdaderos móviles de aquella guerra injustificable, que no contó con el respaldo jurídico ni político de la ONU y dividió gravemente a la comunidad internacional, y particularmente a la Unión Europea. Mientras Francia y Alemania, con gobiernos de signos ideológicos opuestos, rechazaban la guerra, España se sumaba sin reservas a la posición norteamericana, y Aznar incluso aparecía junto a Bush y Blair como uno de sus inspiradores (la foto de las Azores). Entre grandes protestas ciudadanas, nuestro país rompía bruscamente una antigua tradición consensuada de europeísmo -el viejo eje París-Berlín-Madrid- y de cercanía al mundo árabe.

La inesperada derrota del PP en las elecciones españolas del 2004 y la llegada al poder de Zapatero supuso el realineamiento con las viejas posiciones, aunque fue imposible evitar la colisión con los Estados Unidos, que dejó las relaciones bilaterales reducidas a su dimensión meramente técnica. La herida era tan profunda que la reanudación de unas relaciones normales había de fiarse a un cambio presidencial en Norteamérica, algo que por fortuna está a punto de ocurrir: en la actualidad, los neocons han desaparecido, desacreditados, de la escena política, y ni Obama y McCain van a seguir la estela de Bush.

La diplomacia española se resiente aún de aquel extraño viaje, en forma de arrebato pasional, que realizó Aznar a la vera de los Estados Unidos. Esta excentricidad española, cultivada por Washington, ha coincidido además con un debilitamiento de la idea europea, fruto del fracaso del referéndum francés sobre la fallida Constitución, que hubo de ser retirada. En todo caso, estamos a punto de asistir a una rectificación norteamericana que restituye la racionalidad al sistema de equilibrios mundiales. No cabe imaginar que Washington acepte realmente un mundo multipolar en que su ascendiente se debilite, pero sí es posible ahora el escenario de un retorno a una Unión Europea cada vez más cohesionada y capaz de mantener con los Estados Unidos un diálogo creativo, leal y cooperativo.