TRIBUNA

Qué significa ser cooperante

El Consejo de Ministros acordó el 28 de abril de 2006, además de la promoción de un Estatuto sobre esta figura, la celebración cada 8 de septiembre del Día del Cooperante en coincidencia con el aniversario de la firma de la Declaración del Milenio de Naciones Unidas. Podría parecer que se trata sólo de un reconocimiento a la figura del cooperante. Sin embargo, como señala la propia orden de Presidencia del Gobierno, tanto este colectivo como el de los integrantes de órdenes religiosas, sacerdotes y laicos misioneros que realizan también labores de asistencia y desarrollo en muchos lugares del mundo, cuentan ya con la consideración, atención y respeto de la sociedad española por su lucha tenaz contra la pobreza.

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Cuando se produce una emergencia, los medios de comunicación se vuelcan agitando la sensibilidad de todos nosotros; es en ese escenario en el que vemos a los cooperantes en acción. Pero en poco tiempo las catástrofes dejan de ser noticia y desaparecen de la escena, por lo que una parte importante de la ciudadanía puede tender a pensar que se realiza una gran labor en un momento puntual, en el que se requiere prestar una asistencia determinada. La realidad es que son muchas las personas que trabajan en este ámbito de forma continuada, en procesos de desarrollo a largo plazo que no son noticiosos y que, por tanto, resultan desconocidos para gran parte de la opinión pública.

Los cooperantes no son sólo esas personas solidarias y comprometidas en alto grado en la lucha contra la pobreza y la desigualdad. Son también profesionales -más del 80%, titulados superiores- que ponen sus conocimientos específicos (arquitectos, médicos, enfermeros, trabajadores agrícolas, ingenieros, expertos culturales...) al servicio del desarrollo, lo que les obliga a generar capacidades de negociación, de conducción de equipos destinados a la motivación de comunidades. Se relacionan en los distintos países con los líderes locales, los expertos internacionales, los gobiernos, los técnicos. Lograr esa integración de esfuerzos y, además, garantizar una adecuada gestión de los fondos no constituye un tema menor, sino que requiere y requerirá una cada vez mayor preparación y profesionalidad.

Una de las primeras condiciones de la cooperación y de los cooperantes es saber reconocer que el verdadero protagonismo es de las propias gentes que, en condiciones dificilísimas, se esfuerzan por mejorar su calidad de vida y la de su entorno; el protagonismo es de aquellas personas que, sin apenas tener cubiertas las necesidades básicas de su familia, se involucran y dedican tiempo a trabajos comunitarios; o de profesionales locales que, pudiendo buscar alternativas de vida más lucrativas, optan por trabajar en programas en beneficio de las comunidades más necesitadas. Junto a esta preeminencia de las propias comunidades que trabajan por su desarrollo, la presencia de nuestros cooperantes codo a codo con las mismas precisa del apoyo y respaldo de muchos miles de personas que trabajan como voluntarios o como personal contratado en las ONGD en España, así como de los miembros de diferentes administraciones públicas dedicados a tareas de cooperación al desarrollo. Y también necesita el impulso que proporciona la amplia comprensión de los ciudadanos respaldando el compromiso solidario de nuestro país en sus diversas manifestaciones, tanto a través de las políticas públicas como de la acción de agentes privados o de las ONGD, con las que colaboran económicamente, apoyan sus campañas, participan en actividades de formación, información y sensibilización

Esta gran base social de la cooperación española, esa gran conciencia solidaria debe ir madurando y llevándonos a cada una de las personas que creemos en el ideal de un mundo más justo, libre de la dictadura del hambre y la pobreza, a concretar esos valores. Es vital que seamos capaces de conseguir que cada vez más personas nos cuestionemos cómo están repartidos la riqueza y el poder en el mundo, cómo operan las relaciones de unos países o sociedades sobre otras, que nos preguntemos qué impacto tiene nuestro sistema de vida sobre los países más pobres o qué responsabilidad asumimos las naciones más ricas en el destino de las que no lo son. Debemos ser capaces de transmitir a la sociedad que muchas de las grandes preocupaciones que día a día nos golpean desde los medios de comunicación -crisis alimentarias, precios, explotación energética, procesos migratorios, intercambios comerciales desiguales, cambio climático- están plenamente cruzadas por la miseria y la desigualdad.

Por eso, la lucha contra la pobreza y los desequilibrios sociales debe ser un eje central de nuestra política exterior. No son problemas de 'otros', son 'nuestras' mismas incertidumbres que nos afectan día a día. A partir de esa reflexión, debemos dar el paso de revisar nuestros hábitos de vida y consumo, reforzar nuestro compromiso personal, ejercer la solidaridad con los países empobrecidos y encontrar expresiones concretas de ese compromiso con la construcción de un mundo más justo y más solidario. Lo que significa que cada una, cada uno, desde nuestro lugar, también podemos ser cooperantes.