CALLE. Toma su nombre del siglo XVI, cuando numerosos abogados, juristas y crimninalistas tenían sus despachos en Letrados. / CRISTÓBAL
Jerez

De la letra del derecho al derecho a tomar una copa

La calle Letrados toma su nombre por haber tenido desde el siglo XVI los despachos de abogados consultores de la ciudad

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La calle Letrados ha quedado como puente que comunica la plaza de la Asunción con la de Vargas. Lugar de paso para muchos jerezanos que de esta forma recortan si desde el Carmen se va a la Alameda Vieja. A un lado se observan los grandes ventanales del Ayuntamiento de la ciudad. Al otro, las pocas casas que existen en la calle, cerradas a cal y canto.

Su nombre lo toma porque en el siglo XVI tenían sus despachos abogados, juristas, hombres de leyes, criminalistas, doctores en derecho y picapleitos. Abogados consultores de la ciudad a la búsqueda un caso y de un cliente con problemas. Apellidos ilustres de Jerez como Argumendo Villavicencio, Bartolomé Castilla, el Licenciado Meixa o Figueroa con don Luis de Velasco, que a principios del siglo XVII también trabajan en la calle Letrados. Narran los libros de historia de la ciudad que destacaron por atender en sus despachos los más complicados casos jurídicos.

Pero de aquellos tiempos poco queda. Ni tan siquiera existen reminiscencias del pasado ni se observa la placa de un procurador o representante en las fachadas de las casas. Ahora, la única placa comercial que luce en la calle es la de la tienda de antigüedades de Cayetano.

Son las diez de la noche y en la calle se ve poca actividad. Juan Rodríguez Marín se ha marchado de vacaciones todo el mes de agosto y su Don Juan está chapado de arriba a abajo. Juan nació con la hostelería en las venas. No en balde es hijo del afamado Juanito, cuyo bar es hoy propiedad de su hermano Faustino. Pero Juan decidió, hace unos veinte años, coger su sendero por la calle Letrados y abrir su local de copas. Un lugar donde muchos comerciantes de la ciudad acuden cuando suenan las persianas de los negocios y huele a cerrado. Sin duda, un ambiente selecto. Clientela fija que andará esperando que de nuevo se vuelva a abrir su particular local.

Carbón

El que no cierra es Mamé y su Carbonería. La noche está todavía tranquila. Los jóvenes de ahora parecen tomarse las cosas con cierta tranquilidad. José Antonio Vega está como cada noche preparando el bar para cuando lleguen los clientes. «Ahora la gente está cenando; a partir de las doce y media comenzarán a llegar», apunta. El establecimiento ha mantenido ese tono castizo de lo que fue la Carbonería Polo, un lugar donde se despachaba carbón mineral para alimentar los braseros de picón. El salón del fondo se inauguró el pasado mes de noviembre. Lo decoró Mamé personalmente con un cierto toque de vanguardia que no ha hecho desmejorar a lo que de antiguo quedaba. «Las columnas están forradas con el carbón que nos encontramos aquí hace diez años, cuando abrimos», nos ilustra Mamé tras entrar en el bar.

Como no hay clientes que escuchen, hablamos un poco sobre los que frecuentan el bar. «La crisis, la crisis que en el mundo de la hostelería nocturna se ha dejado notar», explica ahora José Antonio. La Carbonería es un clásico de la noche de Jerez. Lugar de música cuidada no comercial que atrae a los escritores frustrados que desde Centroeuropa aparecen para ver si se inspiran en las mesas de la Carbonería, como ese círculo mágico que formaron Hemingway, los daikiris y la taberna La Piña de Plata.

La ventana del Quino

Justo enfrente, también hace diez años, fue a parar el Quino. ¿Que quién es el Quino? Seguro que usted no conoce la noche de la ciudad. Cualquier nictálope con cierta solera conoce al Quino y a su Barbería, que tiene una ventana que da a la calle Letrados. Suficiente argumento como para entrar y tomar una copa. Noelia está dispuesta a ponerte algo para beber, junto con David Merino. El Quino está en mayores empresas. Se llama el Bitter, en la calle Chapinería, y, según comenta él mismo, «La Barbería es el abuelo y el Bitter es el hijo al que ahora hay que cuidar más». El Quino merecería un capítulo aparte. Es un personaje con mucho encanto. «La Barbería es algo muy especial porque allí estuve unos diez años. Era tan pequeño el bar que no teníamos más remedio que conocernos todos. Así formamos una gran familia. Estábamos condenados a apagar las amarguras con una bebida colectiva», comenta nuestro hombre con cierta gracia.

Cuando las bisagras de las puertas de La Barbería chirrían de una determinada forma, Quino pone toda la atención en quien entra. «La noche te da mucha psicología. Aquí, antes de entrar ya te hemos calado», comenta. Sin embargo, jamás ha necesitado de ningún picapleitos por haber sacudido a un cliente borracho. Su mano izquierda no conoce límites. Este profesional aprecia al género humano y por eso entiende a quienes están al otro lado del mostrador, poniéndose en su lugar y tratándolos como personas y no como carne de cubata que te deja en la caja ocho chapas por cada trago que pega. En La Barbería las penas fueron menos dolorosas gracias al Quino. Este inagotable trabajador que comenzó currando en el Tragaluz y ahora es uno de los grandes de la noche. Cualquier gran sala de fiestas parisina hubiese dado una fortuna por tenerlo como relaciones públicas.

Llega la hora en la que el pan está cocido. Pronto amanecerá, así que abajo la bohemia y arriba esos cuerpos que declaran la guerra a la monotonía. Letrados vuelve a ser el puente de los viandantes. Que nadie vaya buscando un abogado. Tan sólo queda el ruido de las neveras semivacías tras el fragor de la batalla. El día, de nuevo, ha dictado sentencia.