Opinion

El largo adiós de Bush

Faltan unos meses para que Bush dé paso a su sucesor después de ocho años de desempeñar la presidencia norteamericana más gris y negativa de las últimas décadas. Y resultaría terrible que este personaje en apariencia inocuo y cuya trayectoria debería hacer reflexionar a la sociedad sobre sus procedimientos de selección de elites concluyera su doble mandato con nuevos desastres en Europa, donde ya ha dejado por otra parte la huella de su mediocridad, de su ceguera y de su sectarismo.

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La historia juzgará con mayor perspectiva las consecuencias de la agitada política exterior de Washington en ese período, que resultó, bien es cierto, decisivamente influida por los horrendos atentados del 11-S de 2001. Bush, arropado por toda la comunidad internacional, atónita por el surgimiento de aquel nuevo y exorbitante riesgo islamista, derrocó el régimen de los talibanes en Afganistán en una poco dudosa actuación de legítima defensa, pero más tarde, desorientado, invadió injustificadamente Irak, después de una torticera campaña de intoxicación de la opinión pública sobre la existencia en aquel país de armas de destrucción masiva que nunca aparecieron. Lo cierto es que aquella acción militar, que todavía prosigue, alimentó el terrorismo islamista y desatentó definitivamente la región, en la que el viejo contencioso palestino-israelí continúa inflamado e irresuelto, mientras Irán prosigue su indescifrable camino en solitario que podría llevar a ese país a un irremisible y mortal choque con Israel.

En lo que a los europeos nos interesa, Bush, con una visión unipolar del mundo y por lo tanto poco amigo de la UE, provocó una gran división en el Viejo Continente con ocasión de su decisión de invadir Irak, contra la opinión de Francia y Alemania, aunque con el apoyo del Reino Unido y España.

Era lógico que los antiguos satélites europeos de la extinta URSS fiaran su libertad al amparo de Occidente, pero una vez que Rusia optó por emprender el camino de la democracia, lo lógico hubiera sido procurar una relación cooperativa entre Moscú y Bruselas, entre Moscú y Washington, entre Rusia y Occidente, en lugar de tratar de establecer en torno a la república rusa una especie de cordón sanitario no sólo político sino también militar. En 2004, Bush apoyó el ingreso en la OTAN de las tres repúblicas bálticas, Eslovaquia, Eslovenia, Bulgaria y Rumania, y están otros países en puertas de su incorporación. No es extraño que los rusos sientan la presión en el cogote. Además, Bush está empeñado en construir su escudo antimisiles, que Rusia considera una amenaza. Y Washington ha tenido una influencia decisiva en la independencia de Kosovo, un error abultado, denunciado por Rusia, que es un claro precedente de inestabilidad en Europa toda vez que consagra el principio de adaptación de las fronteras nacionales a los argumentos étnicos.

Por fortuna, tanto Obama como McCain muestran un rostro muy distinto del de Bush. No sólo en las actitudes sino también en las capacidades, en los fundamentos teóricos, de mayor altura, de sus respectivas posiciones. Hoy el mundo necesita un liderazgo humanista sólido y bien fundado que aporte seguridad y racionalidad a un sistema mundial que ha surgido inesperadamente del súbito despegue tecnológico y que nos reta con muchos más interrogantes que certezas.