LA TRINCHERA

Bailar pegados

No es que yo sea vieja (al menos, no tanto), es que el cambio ha sido grande y muy rápido. Antes, hace un puñadito de años, un chaval -o chavala, que es esto no valía distinción de género- iba a los bailes, a las discotecas, a las fiestas del instituto, deseando que el disk-jockey pinchara «ciertos temas». Los lentos. Idolatrábamos a ciertos grupos y solistas porque cantaban esas canciones melosas y habitualmente tristes que nos invitaban al baile en pareja, con los cuerpos soldados y el corazón arrebatado.

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Muchos de esos temas estaban en inglés y no sabíamos de qué iba la cosa. Si en Dust in the wind el grupo Kansas contaba una matanza o se elevaba en un alegato sobre la inconsistencia de la existencia, nos daba igual. Si Barry Gibb y Barbra Streisand (dueto de lujo de los 80) se tiraban los trastos a la cabeza en Guilty o se confesaban un amor culpable y sin freno, nos traía sin cuidado. Nuestro inglés de garrafa apenas nos alcanzaba para los títulos Y, al fin y al cabo, lo que pretendíamos era bailar pegados. Sacar a bailar o que te sacaran y sentir la música como un condimento fuerte que te subía desde el estómago (que es donde muchas veces vive la música), se te instalaba en las sienes y era capaz de propiciar el roce, el beso, incluso el amor.

Hoy las discotecas son diferentes. Y conste que a mí me gusta una buena parte de la música que se oye y se baila. Pero se ha suprimido el momento lento. Los jóvenes ya no bailan los temas románticos, que se siguen componiendo. Ya no hay opción del acercamiento disimulado, del flirteo musical. Se acabó ese cuerpo a cuerpo con intercesión de balada que a nosotros -treinta, cuarentañeros- nos ponía tanto. Y eso que ellos, ahora, después de tantos intercambios y becas Erasmus, hasta entienden las letras