LA RAYUELA

El tiempo de la amistad

Las vacaciones de verano son, como la misma vida, parte de una gran lotería, la que Borges denominó con el nombre de la mítica Babilonia, sometidas a un azar que escapa, como el agua entre los dedos, de nuestro designio personal. Acertar con ellas es el resultado tanto de la deriva celestial de los astros, como de la tenacidad y habilidad para utilizar ese tiempo con la aguja de marear rumbos con la que frágiles embarcaciones se adentran, osadas, en el océano infinito. Para la mayoría es un tiempo de aventuras pequeñas, en escenarios cercanos y con gentes próximas, pero no por ello menos apasionantes.

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Es por excelencia el tiempo para viajar, aunque cada vez sea más complejo y caro hacerlo de forma provechosa. Sin embargo, ese viajar físico no es el único ni, si me apuran, el más sugerente. Existen maravillosas ofertas de viaje para ser ejecutadas en posición horizontal, tendidos en la hamaca y viendo de vez en cuando, al pasar las hojas, el discurrir de las nubes. Son esos atrevidos viajes al interior de un libro, que alguien ha escrito con los retazos de su existencia, construyendo un mundo en el que nos convierte, como el Diablo Cojuelo, en impertinentes mirones, en el que, a través de puertas y ventanas, espiamos las zozobras de otras personas en el torbellino de la vida.

Hay además otra forma de viajar en este tiempo de frutas maduras, luz dorada y brisa nocturna: es el viaje más antiguo de la humanidad, el que nos conduce hacia los otros, el que nos sumerge en el libro viviente que está en este momento junto a nosotros, en esa sobremesa, que desearíamos infinita, de risas y bonhomía. El mundo puede ser visto también como una enorme biblioteca formada por libros-persona, unos con apenas un par de páginas; otros, verdaderas enciclopedias donde caben relatos, dramas y comedias, chascarrillos, música y melancolía: el gran cuento del mundo.

No exige demasiado equipaje, aunque sí una cierta predisposición cada vez más difícil de encontrar: la de apasionarse por los demás más allá del amor. Un ejercicio difícil en esta era de ombligismo, ansiolíticos y psiquiatras.

¿Qué recordamos al cabo del tiempo de muchos de nuestros precipitados viajes? ¿No es cierto que en ocasiones llegamos a olvidar el sitio donde conocimos casualmente a alguien? ¿Qué nos queda, más allá del cansancio?

Sin embargo están esos otros viajes hacia nuestros amigos, viejos y nuevos, apasionantes mundos llenos de paisajes de la memoria en los que entramos de la mano de una cadenciosa conversación que se deshilvana en un atardecer, cárdeno y cálido como el mejor vino de la tierra. Con ellos y ellas he viajado, estoy viajando estos días por infancias madrileñas, por campiñas inglesas en tiempos alucinantes y alucinados, por músicas viajeras, por desengaños y pasiones. Viajes por vidas que dejan de ser ajenas cuando las recorres con el cariño de la amistad, poniéndole rostros a viejas abuelas o jóvenes amantes, imaginando paisajes y personajes, sintiendo con ellos aquel sabor o melodía que ha quedado atrapada en el poso hermosísimo de la memoria como el mejor néctar de los dioses. Es el tiempo del viaje a todas las Ítacas que llevamos dentro. Es el tiempo de la amistad.

Para Maya, que me chapurrea mientras escribo a la sombra de un árbol.