AL AIRE LIBRE

Crónicas padovanas (i)

En el ambiente reina un calor envolvente y desértico, trufado de humedad por la proximidad de Venecia. En la puerta del aeropuerto esperamos el autobús para Padua. Sopla una brisa cálida que trae olores marinos y lame nuestra impaciencia. Por teléfono y en nuestro mejor italiano, aprendido a marchas forzadas durante la primavera, hablamos con Cristina Binelli, la dueña del apartamento en Vía Roma, la céntrica arteria de la Padua antigua, para comunicarle que ya hemos llegado y ajustar una posible hora de presencia en su casa. Hay ilusión en el ambiente, fruto de una inexcusable vocación viajera que nos haría pasar gran parte del año de acá para allá. Por ahora, Padua es la expectativa apasionante de este mes que principia, en el que combinaremos trabajo y ocio, Universidad y cultura, turismo y conocimientos. El autobús llega. Debe acercarse hasta Venecia y luego tomar el camino de Padua. A lo lejos, se va dibujando la Serenísima, tan bella y vieja dama como siempre, pintada ante nuestra retina como una acuarela viva que nos espera y nos llama desde sus siglos y sus piedras. Recuerdo aquél puente sobre el mar de otro viaje, casi a la misma hora, quizá más anochecida la jornada. Mis hijos miran y hablan, yo le explico, les indico, les insuflo mi ilusión cosmopolita.

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Mi esposa contiene sus impaciencias, esbozos de una personalidad inquieta. Tras la parada en el muelle-estación, vuelta atrás, como un presagio de la fugacidad de las buenas horas, Padua se va acercando, lo notamos en el corazón y en las indicaciones. Al llegar a la estación miramos a todos lados, queriendo retenerlo todo, pero hay tiempo, hay un mes por delante. Un mes para llenarnos de su ambiente, tratar con sus gentes, caminar despacio por sus calles, saborear sus vinos, probar ampliamente la cocina italiana. Subimos a un taxi y en un momento surge el Prato Della Valle, fugaz a nuestro paso, con las Basílicas del Santo y Santa Giustina al fondo. La Vía Roma se nos muestra a la caída del sol bella y armoniosa, en la medida justa y esbelta de su trazado antiguo. Nuestro apartamento tiene fachada antigua conservada y un patio interior común con un pequeño jardín también comunal, muy apto para juegos infantiles. Cristina está a la puerta. Es alta, rubia y esbelta, como una pintura del Renacimiento. Un ajetreo de maletas nos espera. Para una mejor organización, salgo con la tropa infantil de paseo. Cae la noche sobre nuestra ciudad. Un paseo de reconocimiento me constata que las indicaciones de mi colega Manolo eran acertadas. De vuelta al apartamento, el silencio se ha hecho. Es un silencio feliz.