CRÍTICA DE TV

Motor

Mañana de motor, la del domingo. Lo lleva siendo mucho tiempo: entre los bólidos de Telecinco y las motos de TVE 1, no hay domingo televisivo que no huela a gasolina y asfalto. Ayer tocaba ración de motos (Sobredosis, más bien) en la matinal de la Primera.

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Larga discusión con los lectores: personalmente, no le veo la menor gracia a las retransmisiones de deportes del motor, que me parecen aburridas en sí mismas, hagan lo que hagan los comentaristas con la palabra y los realizadores con la imagen. Respuesta abrumadoramente mayoritaria del respetable: que debo de ser el único que le ve la gracia a la cosa, porque los deportes del motor siempre triunfan en la pantalla, y por algo será.

Buena pregunta: ¿por qué será? Yo tengo para mí que en la atracción que ejercen los deportes de motor no deja de jugar un papel importante el efecto hipnótico de los trayectos circulares. Esas vueltas y vueltas que los pilotos dan con sus motos o sus coches son como las espirales que utilizaban los hipnotizadores. Es bien conocido aquello de Marinetti: «un bólido de carreras lanzado a toda velocidad es más hermoso que Victoria de Samotracia».

En el motor y en la velocidad hay un secreto del poder que es completamente característico de nuestro tiempo, que ha marcado nuestras mentalidades incluso si no somos enteramente conscientes de ello. La técnica ha cambiado el 'tempo' de la vida, su ritmo interior.

A los primeros estetas modernos les fascinó la aviación, sobre todo, por el giro perpetuo de las hélices. Lo más llamativo de la hélice que gira a toda velocidad es que, en un momento determinado, la hélice deja de verse. La idea de que en la movilidad absoluta surge la quietud es muy sugestiva.

Al espectador de los deportes de motor todo esto le sonará precisamente a tibetano, como es natural. Y sin embargo, a veces dentro de uno pasan cosas que necesitan una explicación exterior. Por ejemplo, ese inconcebible apego a unos vehículos que dan vueltas sin parar.