LA MEJOR TERRAZA. Carlos lleva cuatro año viviendo en el parque. / ROMÁN RÍOS
CÁDIZ

Chalé de lona con vistas al mar

Decenas de veraneantes acampan en el parque natural, sin control, durante semanas

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Pocos paraísos vírgenes quedan ya como las playas de Bolonia, en Tarifa. Pocos son a los que no ha llegado la dictadura del ladrillo y los carteles que anuncian «el mejor resort de la provincia». Pero donde no llega el cemento lo hace la lona. Como cada año, numerosos grupos de veraneantes aprovechan la sombrita del pinar para acampar durante semanas.

Viene siendo así desde hace más de ocho, calculan los habituales, antes incluso de que hasta el paraje se extendiera la protección de Parque Natural del Estrecho. Acampar en un espacio natural protegido está prohibido y de hecho, desde el pasado 15 de junio agentes de la Policía Autonómica, adscrita a la Junta, han denunciado a más de 100 personas por realizar acampadas ilegales. Otras 54 actas se levantaron por conductas de riesgo en los montes.

La presión vecinal tuvo mucho que ver en la actuación de las autoridades, pero no es suficiente. Ya no sólo la incomodidad, sino la basura que generan los campamentos ilegales resta calidad a los parques y multiplica el riesgo de incendios. Ante el temor de perder tal riqueza, un grupo de amigos de Algeciras se remangó el pasado fin de semana para retirar la basura del monte. Los voluntarios, curiosa paradoja, pertenecen a la sociedad de caza El águila imperial, aunque a lo único que le disparen sea a conejos, tórtolas y perdices. Francisco Cote, presidente de la asociación, encabezó el dispositivo improvisado que retiró del monte hasta 150 sacos de basura. «Lo peor es que nadie hace nada», se lamenta Cote mientras saca bolsas y restos olvidados por los campamentos ilegales.

La época de mayor afluencia de campistas es el verano, pero entre los pinares de Bolonia viven personas durante todo el año. Los habituales son ya viejos conocidos de Francisco: el Barbas, el Pelao y el Ermitaño, como él los distingue. Asegura que nunca le han dicho su nombre verdadero, que son gente tranquila y que acumulan bastantes desperdicios. En la zona alta se encuentran más acampadas, pero «es imposible saber cuántos son», insiste Cote.

Vivir en la naturaleza

El único que se presta a hablar es el Pelao, de nombre Carlos, aunque la semana pasada decía llamarse Guillermo. Lleva cuatro años viviendo en el monte en una tienda de campaña que tiembla con cada sacudida del aire cuando es levante. Ni cemento, ni masilla. La cinta adhesiva y las cuerdas le sirven de refuerzo en su pequeño chalet de lona con terraza a la playa de Bolonia. «No cambio esto por nada», asegura.

A un lado los sacos de dormir, al otro una pequeña estantería donde coloca los enseres de cocina y frente a la tienda, los restos de la última fogata. Entre dos troncos ha improvisado un tendedero en el que separa la ropa limpia de la sucia, que lava con el agua de un arroyo. «Vine de Sevilla y me encanta el sitio, aquí vivo bien», añade, buscando la coherencia entre unas frases y otras. Dice que dejó su vida anterior porque le ahogaba y ahora se siente feliz, mientras los demás temen que cualquier día prenda fuego al monte en sus limpiezas particulares.