CALLE PORVERA

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Terminaba yo mi última incursión en esta calle Porvera mencionando la loable manía de El principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943) de no renunciar jamás a una pregunta hasta que no obtenía su correspondiente respuesta. Así, preguntaba insistentemente en el cuento al aviador perdido en el desierto para qué sirven las espinas de las flores si los corderos también se las comen. «El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él», dice el autor recordándonos a esos niños que no hace más que mostrar su deseo de aprender sin paran de decir aquello de ¿Y por qué, mamá? ¿Por qué?

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Parece que ese ansia por saber se va mitigando con el tiempo, con las miradas de los padres que quieren silenciar una pregunta incómoda ante desconocidos, con la vergüenza que crece en nosotros a la vez que la estatura o con la pérdida de cierta ilusión por descubrir más cosas porque nos acomodamos a lo que nos rodea.

El principito siempre quiso saber más. Si se hubiera convertido en un príncipe adulto, seguro que habría sido aventurero, un gran lector y un entusiasta de las pequeñas cosas de la vida. Seguiría insistiendo con sus preguntas y, si nadie le responde, intentaría averiguarlo por sí solo. Las personas se escudan quizás demasiadas veces en que hay preguntas que no tienen respuesta y dejan de pensar en otras posibilidades. A lo mejor es que no la hemos buscado con la misma insistencia que El principito, sin temor a que nos tachen de ignorantes o de inocentes y sin perder un ápice de la curiosidad que desprenden los ojos cuando el interés es sincero.