VUELTA DE HOJA

Crimen en el museo

Hitler ha vuelto a perder la cabeza. Un visitante del Museo Madame Tussaud decapitó su estatua de cera, recién instalada, tomándose la justicia histórica por su mano. La inclusión del artífice del Holocausto en esa galería de fantasmas célebres había provocado muchas críticas. Se puede acceder a la fama por distintos caminos, pero cuando se llega a ella parece que da lo mismo ser Fleming que Jack El Destripador: el caso es que todo el mundo haya oído hablar del personaje en cuestión.

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Siempre se ha considerado a la guillotina muy superior a la aspirina para paliar los dolores de cabeza. El verdugo de la efigie de Hitler era el segundo visitante del museo, un señor como de cuarenta años, que logró eludir a los vigilantes. El hombre creía que perpetuar la imagen del autor del Mein Kamf y de unos sesenta o setenta millones de muertos constituía una forma de homenaje, pero matar a un muerto tiene escasa utilidad, sobre todo si el difunto es de cera. Además Hitler había perdido la cabeza propia muchos años antes, quizá desde que leyó a Nietzsche y tomó al pie de la letra aquel libro del conde Gabineau llamado Acerca de la desigualdad de las razas. Su psiquiatra, que por supuesto no se atrevía a llamarse con ese nombre, cuenta que cuando era Führer perdía dos kilos y pico al hablar en público y «lograba una satisfacción sexual completa».

Un loco hace ciento, pero él hizo millones. Entre ellos personas del calibre mental de Heidegger. Ahora, sesenta años después de que terminara la II Guerra Mundial, el líder nazi se había convertido en una atracción de feria. Su estatua estaba acordonada y había letreros que prohibían hacerse fotos junto a ella para presumir no se sabe de qué. Quizá de haber estado en el Museo de Madame Tussaud.